Eclesiástico 4, 12-22; Sal 118, 165. 168. 171. 172. 174. 175; san Marcos 9, 38-40

Dijo Juan a Jesús: -«Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros.»

A lo largo de la historia se ha planteado en el seno de la Iglesia esta cuestión. La situación que recoge el Evangelio de hoy es, probablemente, la primera vez que sucedía: otra persona (o podríamos también decir, “otros grupos de personas”) que no son exactamente del grupo “directo” del Señor, están haciendo cosas buenas, incluso podríamos calificar de “impresionantes” para las almas de los demás, como es “echar demonios”; y, lo más llamativo es que además lo hacen “en tu nombre”, en nombre de Jesús. Pero ante este hecho que sería aparentemente para celebrarlo “todos juntos”, los discípulos se lo prohíben. Y llega ahora quizá lo más importante: el motivo por lo que no les parece a los discípulos que se obre el bien es “porque no es de los nuestros”.

Hay personas que ni hacen ni dejan hacer. No es el caso de los discípulos del Señor, que sí que hacían, y mucho, pero no querían -no les parecía bien- que otros echaran una mano en la Iglesia sino “tenían su permiso” si “no es de los nuestros”. Estas personas, que ni hacen ni dejan hacer (nos estamos refiriendo sólo a aspectos religiosos, espirituales, de ayudar a los demás) son muy peligrosas, porque su dios es la envidia, su religión la maledicencia, y su gloria, que fracasen los que intentan hacer cosas buenas por Cristo y por los demás.

De este tipo de personas se dan bastante en los que escriben en los medios de comunicación, en los periódicos, o de los que salen en las televisiones, o escriben determinados libros, o más modestamente, los que hablan en tertulias con amigos manifestando posturas contra la fe y la moral de la Iglesia de modo altivo y soberbio. Quizá ellos -y utilizo una expresión que es simbólica- ni siquiera van a Misa los domingos, pero arremeten cargados de poderosas razones contra todo lo que se mueva en la Iglesia. No digo ya que ni si quiera creen en Dios porque pienso que sería una afirmación excesiva. Desde luego en quien no hay duda que no creen es en la Esposa de Cristo, esto es, en la Iglesia; no creen pero proceden como si creyeran y además expresan en sus libros, artículos o intervenciones lo que -desde fuera de la fe- deben hacer este o aquel obispo o, incluso, el mismo Papa.

Esto viene a cuento, como es natural, por todo lo que hemos tenido que sufrir -aunque ha habido momentos de gran alegría en el trato que han dado los medios de comunicación a todos los fieles- en la elección de nuestro queridísimo Papa Benedicto XVI.

Hay todavía otro grupo. Estos están dentro de la Iglesia. Dicen -y será así- que tienen fe. Pero actúan del mismo modo que los anteriores, es decir, corrigiendo, prohibiendo o indicando cual deba de ser la actuación de la Iglesia; lo que, según ellos, la Iglesia hace bien, hace mal. Este modo de proceder sería el de un grupo intermedio entre el que acabamos de comentar -los que desde fuera de la fe, critican y hablan mal de la Iglesia- y los que refiere el Evangelio de hoy, es decir, los apóstoles, grupos o movimientos, a los que uno pueda en su caso pertenecer, pero que como no son de mi grupo, o como dice el Evangelio como “no es de los nuestros”, no nos parece bien lo que hacen o no nos llevamos muy bien con ellos, etc.

Este grupo intermedio es el más doloroso. Los que están fuera de la Iglesia, nos dan mucha pena que se metan contra ella, pero podemos fácilmente comprender que su falta de amor a la Esposa de Cristo, es por ignorancia. Los que así proceden siempre obran mal, y también Dios les pedirá cuenta por lo que han dicho o dejado de decir (igual que a todos los hombres);

Pero más dolorosa aún si cabe es la maledicencia o la crítica de los que desde “dentro de la Iglesia” critican a la Madre. Ellos alegan que la Iglesia “se tiene que democratizar”, que “tiene que cambiar las estructuras eclesiales”, que “tiene que dar más participación a estas o aquellas personas”, etc.

Todas estas correcciones estarían muy bien si se hicieran por los cauces que utilizan los buenos hijos con sus padres. Un hijo que observa algo “mejorable” en su casa, no escribe una carta a un periódico y, además, enfadado, y poniendo mal a su padre o a su madre. El buen hijo deberá utilizar los medios que a nadie hieran, que traten de solucionar el problema, que, con lo que él piensa o dice, se intente mejorar aquella situación. Y, si no logra las cosas —como sucede en todos los ámbitos de la vida y en muchas ocasiones- habrá que poner en juego tres aspectos de la vida cristiana: la paciencia, la oración y la caridad. Y, después de poner los medios legítimos y llenos de caridad, si Dios quiere, aquello se solucionará, o no.

Existe, para terminar un tercer grupo, y que es, además, al que se refiere el Evangelio de hoy, es muy fácil indicar qué hay que hacer o cómo actuar, pues lo dice el mismo Jesús: “Jesús respondió: no se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mi. El que no está contra nosotros está a favor nuestro”.