Eclesiástico 17, 20-28 ; Sal 31, 1-2. 5. 6. 7; san Marcos 10, 17-27

“A los que se arrepienten Dios los deja volver y reanima a los que pierden la paciencia”.
Se dice de J.F. Kennedy, presidente de los Estados Unidos, allá en los años sesenta, que en una ocasión comentó: “Perdona a tus enemigos, pero nunca olvides sus nombres”. Esa manera de entender el perdón, aunque suene a frase “estupendamente hecha”, está un tanto lejana del perdón que recibimos de Dios, porque, ese “no olvidar los nombres”, supone la coletilla: “nunca des la espalda al que te puede hacer daño”. Dios, que recuerda siempre nuestros nombres, nunca supone que podamos hacerle daño, ya que su misericordia es mucho más grande que todos los pecados de los hombres (pasados, presentes y futuros). Dios siempre se adelanta con su perdón a nuestras pequeñas y grandes traiciones, ya que su amor está “hecho” de un eterno darse sin medida. ¿Cuántas veces nos escudamos en que se tratan de las mismas cosas de siempre, de los mismos errores y de las mismas faltas? El Señor, desde el ara de la Cruz, quiere darnos a entender que la paciencia siempre es posible cuando tenemos nuestra mirada fija en Él… y la paciencia, entonces, se transforma en amor de Dios.

“¡Qué grande es la misericordia del Señor, y su perdón para los que vuelven a él!”. Los hombres nos cansamos enseguida. Queremos que todo sea “aquí y ahora”. Esa manera de actuar y pensar nos hace colocarnos en una posición de desventaja y, casi siempre, de desánimo. Nunca van a realizarse las cosas tal y como las podamos desear, pues la realidad es mucho más “tozuda” que nuestras aspiraciones. Por eso, es tan importante que nuestros proyectos estén “anclados” en la mirada de Dios. De esta manera sabremos, con total seguridad, que buscamos Su voluntad, y no nuestros intereses sin más… esa pequeña renuncia, esa sonrisa, ese gesto de ayuda, ese callar a tiempo, ese trabajo bien hecho…

“Jesús se le quedó mirando con cariño”. Una vez más la mirada de Dios. Muchas veces me he preguntado cómo se fijarían los ojos de Cristo en aquellos que se dirigían a Él. Además, el Evangelio de hoy, nos dice que lo hizo con cariño. Siempre he pensado que uno quedaría fascinado ante esa mirada, y que no podría negarse a cualquiera de sus invitaciones a seguirle. La ternura de Dios se nos brinda, en todo instante, como ese bálsamo necesario que cura cualquier herida, por muy grave que sea. Sin embargo, hay algo también irrenunciable, y ante lo que Dios no puede interferir: la libertad del hombre. Ese joven rico del Evangelio tiene muy buenos deseos, y así se lo hace saber a Jesús, pero para seguirle a Él es necesario algo más: renunciar a la propia voluntad, para que sea Dios el que actúe en cada uno de los resquicios de nuestro ser. Este último acto de desprendimiento es el más difícil, ya que supone dejar de lado nuestras seguridades y nuestros afectos, para volcarlos todos en la mirada de Dios… y que sea Él quien piense, obre y hable a través de nosotros.

“Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo”. Ese poder de Dios cuenta siempre con nuestro consentimiento, con nuestra correspondencia. Lo hemos visto, y aún lo vemos hoy día, en aquellos que, en medio también de muchas dificultades, no se dejan ganar por el ambiente (en el que siempre encontramos excusa para desanimarnos), y son capaces de dar testimonio, incluso con su vida, de Jesucristo (en su familia, en su trabajo, en la política, en la calle…). También el poder de Dios se manifestó, especialmente, en la Virgen María. En ella encontró el instrumento más dócil para que Su voluntad fuera eficacísima, pues nuestra Madre se entregó con absoluta generosidad al querer de Dios: “He aquí la esclava del Señor”… y su mirada quedó, ya por siempre, fija en la mirada de Él.