Eclesiástico 36, 1-2a. 5-6. 13-19; Sal 78, 8. 9. 11. 13; san Marcos 10, 32-45

Lo que se dice vulgarmente “tener las ideas claras” no consiste en aprender unas cuantas cosas de memoria sin más, sino también el saber ponerlas en práctica. Ayer, por ejemplo, alguien me comentaba que tenía un cierto complejo de “esquizofrenia”, ya que “sabía” perfectamente lo que tenía que hacer, pero llegado el momento, o bien se ponía nervioso, o bien le apetecía hacer algo totalmente contrario a lo que era su deber. En concreto, esta persona se refería a cuestiones familiares: su mujer, sus hijos, la dedicación que les debía, el no tener paciencia con ellos, etc. Suele ser una constante el que nuestro comportamiento fuera de nuestra familia sea muy distinto, dependiendo de las personas y las circunstancias, en cuanto maneras, formas e interés. Y esto es así, porque damos muchas cosas “por supuesto”. Se supone, por ejemplo, el respeto que deben los hijos, o el cariño y obligaciones que ha de mostrar el cónyuge. Sin embargo, fuera de casa (compañeros de trabajo, vecinos o amigos), las atenciones suelen ser muy distintas, creándose en ocasiones dependencias inútiles que, muchas veces, nos acarrean no pocos problemas.

“No hay Dios fuera de ti”. Saber con claridad que Dios es nuestro Padre, que somos hijos suyos, y que nuestra vocación de cristianos ha de ser coherente con una manera de vivir y comportarse, no suelen ir de la mano. Ir a lo esencial es dejar de lado lo superficial. Sí, sé que es fácil decirlo, pero muy costoso el llevarlo a cabo. El verdadero examen personal que tenemos que hacer es preguntarnos si nuestra vida no está demasiado repleta de búsquedas de compensaciones, y no de encontrar el descanso necesario allí donde decimos se encuentra nuestro deber. Por ejemplo, la familia, tal y como nos decía hace unos días Benedicto XVI, ha de ser el lugar donde la mujer, el marido y los hijos, vivan en plenitud su vocación. Entender esto es “no marear la perdiz” en cuestiones de las que, además de arrepentirnos, nunca encontraremos la verdadera felicidad. Convéncete de que no existen otros dioses fuera del Dios de tu fe. Es ese mismo Dios el que te ama y te ha dado una familia, u otro entorno de convivencia (si eres célibe o religioso) donde siempre encontrarás todo lo necesario para que tu personalidad, tus proyectos y deseos queden colmados. Lo importante es que aprendas (además de saberlo) a vivir, no con resignación, sino con el gozo de tantas cosas que Dios te ha dado, y, desde ahí, hacer también felices a los que te rodean. Cuanto más uno es capaz de darse a los que le rodean (detalles de cariño y de convivencia, saber sonreír, ayudar al que realmente lo necesita…), curiosamente, menos problemas suele tener… es una experiencia universal.

“Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir”. A veces no sabemos pedir las cosas que necesitamos a Dios. Podemos caer en la tentación de pensar que Dios es una especie de “hipermercado”, o que se trata de negociar una serie de condiciones. Dios es amor, y sólo desde ahí podemos pedir lo que realmente nos hace falta. La clave también nos la da Jesucristo: “El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”. Esto es ir a lo esencial. Lo demás, perdóname que te lo diga (por muchas cosas importantes que hagas, o por muy necesario que te sientas en tu profesión), son “tonterías”. ¡Sí!, tonterías en cuanto lo esencial pasa a un segundo plano, y crees que los medios (tus aficiones, tus intereses, tus caprichos, incluso tu trabajo) son el fin de tu vida. “Sólo una cosa es importante”… estas palabras de Jesús, las recogemos de labios de la Virgen para que calen de verdad en nuestras almas.