Eclesiástico 44, 1. 9-13; Sal 149, 1-2. 3-4. 5-6a y 9b; san Marcos 11, 11-26

“Hay quienes no dejaron recuerdo, y acabaron al acabar su vida: fueron como si no hubieran sido, y lo mismo sus hijos tras ellos”. Continuando con la lectura del libro del Eclesiástico, uno queda admirado de tanta sabiduría que, junto con su extraordinaria sencillez, nos pone delante la grandeza de Dios. Se nos habla ahora de la importancia de que el hombre tenga memoria. No se trata, sin embargo, de retener cosas en el entendimiento, sino de la importancia de tener “memoria histórica”. Ninguno de nosotros somos producto del azar o la casualidad. Tenemos un origen (en Dios), y estamos llamados a un fin extraordinario (también en Dios). Descubrir ese sentido de nuestra existencia viene de la mano de lo que hemos heredado (nuestros padres, nuestra cultura… nuestra religión).

Una de las cuestiones de las que más nos habla Benedicto XVI (ya lo hacía siendo cardenal), es la de la importancia de nuestras raíces. En concreto, respecto de Europa, nos ha recordado ese complejo que existe en muchos por no reconocer su origen cristiano: “La disolución de las certezas primordiales del hombre sobre Dios, sobre sí mismo y sobre el universo, puede conducir a la autodestrucción de la conciencia europea”. Lo que intenta recordarnos el Papa es la importancia del reconocimiento de la dignidad humana que trasciende cualquier jurisdicción humana, por muy consensuada que se haya realizado. Con respecto al cristianismo, el Santo Padre aún es más explícito: “Cuando se trata de Cristo y de lo que es sagrado para los cristianos, la libertad de opinión aparece como el bien supremo, cuya limitación resulta una amenaza o incluso una destrucción de la tolerancia y la libertad en general (…). Occidente siente un odio por sí mismo que es extraño y que sólo puede considerarse como algo patológico; occidente sí intenta laudablemente abrirse, lleno de comprensión a valores externos, pero ya no se ama a sí mismo; sólo ve de su propia historia lo que es censurable y destructivo, al tiempo que no es capaz de percibir lo que es grande y puro”.

“Mi casa se llamará casa de oración para todos los pueblos”. Cuando el hombre ha olvidado (consciente o inconscientemente) su carácter trascendente, entonces pierde la memoria sobre su origen. Jesucristo hablaba de la necesidad constante de orar. Es la manera de que mantengamos nuestra relación con Dios siempre viva, sin caer en una especie de amnesia que nos haga caer en la más terrible de las indiferencias.

Si existe un memorial por excelencia ese es el de la Eucaristía. Nuestro Señor llevó hasta el extremo el perpetuar su presencia en el mundo. Eligió la Eucaristía, no como un mero recuerdo (como puede ser una fotografía, o un objeto valioso), sino que nos dejó su propio cuerpo, su propia sangre, su alma y su divinidad. Es un milagro tan admirable que a veces nos cuesta darle la importancia que tiene. Tener a Cristo como alimento (incluso diariamente), es la mejor forma de perpetuar en nuestra propia vida la memoria de lo que somos: hijos de Dios y redimidos para siempre.

Nos encontramos en el año de la Eucaristía. Pidamos a nuestra Madre la Virgen que sepamos amar semejante sacramento, como ella llevó en su seno, siendo auténtico Sagrario divino, a nuestro Salvador.