Génesis 12, 1-9 ; Sal 32, 12-13. 18-19. 20 y 22; san Mateo 7, 1-5

El Evangelio de hoy va a poner delante de nuestra mente algo que debería de asustarnos. Y digo que debería de asustarnos porque aquí podríamos decir aquello que también es palabra de Dios: “el que esté libre de pecado (de este pecado) que tire la primera piedra”. Me estoy refiriendo a lo que dice Jesucristo en el primer párrafo del Evangelio de hoy: “no juzguéis y no seréis juzgados; porque os van a juzgar como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros”.

Veis. Terrible, porque este “vicio” de ir juzgando a las personas, desgraciadamente es algo en lo que, si somos sinceros y hacemos un examen no digo profundo, sino simplemente si hacemos examen, caemos con frecuencia. Tenemos que reconocer que el juicio sobre los demás es, en nosotros, rápido como una flecha. Y, además, como la flecha, pretende dar en la diana. No es casual, por tanto, que se utilice en estos casos la imagen de “dardo envenenado”, que pretende herir, dañar, envenenar; es decir, “dar muerte” al hermano en nuestro corazón.

En nuestro corazón o en el corazón de otra persona que escucha lo que a veces sale de nuestros labios: los “sapos y culebras” con los que juzgamos a nuestro hermano.

Fijaros que estoy llamando hermano a la persona sobre la que en ocasiones hacemos nuestros juicios malos, sobre la que pensamos mal, o de la que hablamos mal. Lo llamamos hermano, porque realmente lo es. Todos somos hijos de Dios. Es verdad que todos constituimos una única familia, la familia de los hijos de Dios. Y esto no es una imagen o metáfora. Es cierto que cada uno tiene padres distintos, salvo los “hermanos de sangre”, pero todos los padres han recibido su facultad pro-creadora de Dios; luego en última instancia (o quizá sería mejor decir “en primera instancia”) es de nuestro Padre Dios de donde todos procedemos, luego todos somos hijos de Dios.

Por eso está mal juzgar a los demás, porque, en el fondo, el dolor, la pena se la lleva sobre todo –también nuestro hermano— nuestro Padre Dios. Fijaros que, en un determinado momento, se hace en el Evangelio un resumen muy significativo de los diez Mandamientos: los 10 Mandamientos se resumen en dos, amor a Dios y amor al prójimo.

Y, aún nos va a quedar más claro si acudimos, como siempre al Evangelio y observamos detenidamente la contestación que le da el Señor a un doctor de la ley que le pregunta sobre cuál es el primero y principal mandamiento de la ley. Jesucristo, como bien sabéis, contesta que el primero y principal es “amar a Dios con toda la mente, con todo el corazón con todas nuestras fuerzas”. Con esta contestación –podríamos decir— quedaba respondida la cuestión que el sabio doctor pregunta al Maestro. Pero, ante la sorpresa de propios y extraños, y, sin que nadie se lo pregunte, el Señor añade: “y el segundo, semejante al primero es amar al prójimo. En esto se resumen toda la ley y los profetas”.

Es curioso este alargamiento de la contestación del Señor sin ser inquirido a ello. Pero “aprovecha” la ocasión que estamos hablando de cosas “principales e importantes” para decir cuál es “la segunda” cosa más importante: amar al prójimo.

Decimos todo esto a la vez que pedimos a Jesús, nuestro Hermano mayor que nos ayude a pensar bien de los demás, a no enjuiciarlos, a no fijarnos en sus defectos, sino en sus virtudes que, no te quepa la menor duda, las tiene, como nos recuerda, al terminar, el Evangelio de la Misa de hoy: “¿Cómo puedes decirle a tu hermano: «Déjame que te saque la mota del ojo», teniendo una viga en el tuyo? Hipócrita; sácate primero la viga del ojo; entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano”.