Génesis 13, 2. 5-18; Sal 14, 2-3a. 3bc-4ab. 5 ; san Mateo 7, 6. 12-14

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos”. Estas palabras tienen el sentido que siempre se les ha dado: lo mejor que tenemos nosotros no lo echemos a perder. También se ha comentado este Evangelio en el sentido de que hay gente a la que no debemos darle lo mejor de nosotros porque abusarán de esas cosas buenas, las retorcerán, se reirán de nosotros, y luego, como dice textualmente el Evangelio, “las pisotearán y se volverán para destrozaros”.

Son duras estas palabras y parecen, a primera vista en contradicción con el darlo todo a todos, para ganar a todos. Pero ciertamente el Señor nos ha dado una cabeza, esto es, un entendimiento para juzgar rectamente lo que debemos decir, cuándo y a quién.

No debemos “juzgar a nadie” previamente (lo comentábamos en el Evangelio de ayer), pensando que “seguro que no entiende nada de estas cosas”. No. Este pre-juicio hay que desecharlo. Pero una vez que hemos ofrecido “lo santo”, como dice el Evangelio, a una determinada persona, y observamos que su proceder es, como aquí leemos, que lo “pisotean” y luego se “vuelven para destrozaros”, a partir de ese momento: hemos de ir con más cuidado.

El problema es que cuando alguna vez hemos derrochado cariño, comprensión, hemos dado “lo santo”, lo mejor de nosotros mismos a alguien y vemos que no nos responden, que se toma todo aquello, “nuestras perlas” -les llama el Evangelio- y nos lo rechazan e incluso se hace airadamente, entonces, nos enfadamos. Esto último es lo malo porque entonces venimos a tener una reacción del tipo de “¿con que esas tenemos, eh?, pues ahora te fastidias”.

Esto no. Esto no es lo que enseña el Señor. Él no dice que si no te hacen caso, entonces “tienes derecho” a enfadarte; tampoco dice que no lo volvamos a intentar un poco más adelante; menos aún dice que no recemos -todo lo contrario- para que esa persona empiece a poder escuchar lo que le estamos diciendo de parte de Dios, es decir “lo santo”. Así, quizá insistiendo una y otra vez podrá ir entendiendo la maravilla de “perla” que es nuestra fe, para que sea consciente y no la pisotee. Quizá despreciamos las cosas grandes porque no podemos erguirnos, estamos inclinados en el suelo, sin que despunte la gracia de Dios, sin ser capaces de distinguir entre una perla y el barro.

Pensar estas cosas, nos tiene que llevar a dar muchas gracias a Dios si tenemos la suerte de ser hombres de fe. Pero, además nos tiene que llevar también a amar mucho a quien no tiene la fe y a ofrecer oraciones y sacrificios por quienes, siendo nuestros hermanos, carecen en su interior de “lo santo” porque no conocen a la “perla” que es Dios; o, habiéndola conocido, terminaron despreciándola o ignorándola, sin darse cuenta que era nada menos que un regalo de su Padre Dios y, por consiguiente, “lo más santo” que hay en el cielo y en la tierra.