Génesis 19, 15-29; Sal 25, 2-3. 9-10. 11-12 ; san Mateo 8, 23-27

“En aquel tiempo, subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron”. Se ha comparado siempre la barca con la Iglesia; esta introducción al Evangelio de la Misa de hoy, vuelve a confirmar lo acertado de esta metáfora: “Jesús sube a la barca” y, añade “y sus discípulos lo siguieron”. En la barca están Cristo y sus discípulos: eso es la Iglesia. Barca que se dirige a buen puerto -el cielo-y va recogiendo a cuantos “peces” encuentra en su navegar por el mar del mundo.

Y a la metáfora, le sigue todo un simbolismo: “se levantó un temporal tan fuerte que la barca desaparecía entre las olas”. Es impresionante lo muy aplicable que son estas palabras a la Iglesia, si las consideramos no sólo en este tiempo en el que vivimos, sino pensando en toda la historia, desde Jesucristo hasta nuestros días: “la barca desaparecía entre las olas”.

Desde el punto de vista doctrinal, ¡cuántas teorías que parecían imponerse como doctrina de la Iglesia! Herejes que han conseguido unos años, algún siglo de gloria o de seguimiento por discípulos adictos; tesis y teorías que parecían tan fuertes “como olas” cubrían la verdad de la doctrina de Cristo, de la barca donde está Cristo.

Desde el punto de vista de los hombres que forman parte de la Iglesia, ¡cuanta persecución! Persecuciones que, en los primero tiempos llevaba, como bien sabemos todos, al martirio físico, al derramamiento de sangre, a dejarse matar antes que renunciar a la fe, antes que cometer una trasgresión grave a un mandato de la Ley de Dios. ¿Cuántas veces habrá puesto Juan Pablo II como ejemplo a aquellos mártires para nosotros, los hombres de hoy? La verdad es que la fe es la misma, y la exigencia es igual, y el modo de vivirla no debe de ser menor ahora que entonces. Ha habido momentos en la historia de la Iglesia en que, como todos conocemos, mataban a tantos cristianos que podría parecer que las “olas” cubrían de sangre cristiana la tierra.

¡Cuantas olas que parece que cubren, hasta hacer desaparecer, la barca de Cristo!

Incluso a lo largo de la historia, muchos cristianos habrán tenido dudas en su fe al ver ese aparente hundimiento de la Iglesia ante el mundo, ante el poder del demonio, o antes los afanes egoístas y hedonistas; habrán dudado de su fe porque les habrá llevado a pensar que esto era el fin: que la Iglesia se hundía.

Además, la tentación se habrá agudizado si, como sigue diciéndonos el Evangelio, Jesús, ante todo este oleaje, “dormía”. Dice que “El dormía”. Nos resultará muy fácil identificarnos ahora con la actitud de los discípulos que “se acercaron y lo despertaron, gritándole: ¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!”

¡Cuántas veces habremos acudido cada uno de nosotros al Señor con este grito aparentemente desgarrado, pero siempre esperanzado! porque sabemos que Él está con nosotros hasta la consumación de los siglos. Lo sabemos los cristianos pero también ¡cuántas veces se nos olvida! Nosotros, ahora, al ir leyendo este evangelio también comprendemos el reproche de Cristo: “¡qué poca fe!”. Sí. Pero cuando las olas cubren totalmente la barca de modo que “desaparecía entre las olas”, le damos la razón a Cristo, pero ¡qué difícil se hace entonces, vivir de fe!

Hemos de pedir al Señor que nos aumente la fe una y otra vez; los discípulos se lo piden: “Señor, auméntanos la fe”. Porque aunque estamos seguros de que tú reinarás al final de los tiempos, eso será al final de los tiempos; pero ahora, ahora auméntanos la fe; que no nos olvidemos, para estar seguros de que gozamos de tu compañía, de que no pereceremos. Te pedimos, Señor, que ante nuestros problemas aparentemente irresolubles, Tú, “puesto en pie”, increpes a nuestras olas y problemas, “a los vientos” y al “lago”, para que también entonces, venga a nuestra vida “una gran calma”.