Génesis 22, 1-19; Sal 114, 1-2. 3-4. 5-6. 8-9; san Mateo 9, 1-8

Leamos con detenimiento este primer versículo que nos presenta la Misa de hoy y descubriremos un matiz muy importante: “en aquel tiempo, subió Jesús a una barca, cruzó a la otra orilla y fue a su ciudad. Le presentaron un paralítico, acostado en una camilla. Viendo la fe que tenían, dijo al paralítico ¡Animo, hijo!, tus pecados están perdonados”.

Este Evangelio como sabemos termina, además, siendo curado el paralítico. Pero antes fijémonos en varias cosas para ir descubriendo cómo es el corazón de Jesús y así llenarnos de esperanza.

Lo primero en lo que nos fijamos es que, antes que nada, los pecados son perdonados y, poco después, el milagro. Pero hay algo previo a estos dos hechos: la fe. ¿Os acordáis de aquellas palabras que dijo Cristo: “el que tuviera fe como un grano de mostaza le diría a este monte, arráncate y arrójate al mar. Y os obedecería”. Aquí hay fe, y “el monte” de la parálisis (que no hay quien la quite) se cura.

Pero aún hay algo más significativo y que merece nuestra atención: la fe que va a curar al paralítico, no es tanto la del propio interesado como la fe que tenían sus amigos: “le presentaron (los amigos) un paralítico… viendo la fe que tenían (ellos)…”. Naturalmente el paralítico es seguro que también consentiría en ser llevado delante del Señor.

El consentimiento del interesado es lo mínimo que pide el Señor para sanar un alma y, por supuesto, la fe. La fe, que incluso como vemos en este caso, es suficiente que la tengan los amigos. También podríamos decir los parientes: nada dice el Evangelio, pero no estaremos muy equivocados si entre los cuatro que llevan al paralítico imaginamos que estaría el padre, o un hermano o un hijo del pobrecito tullido.

Por tanto, si los que leéis estos comentarios tuvierais algún pariente o amigo que, además de posibles enfermedades físicas, tuviera una de las peores enfermedades que se puede tener en este mundo, la de estar imposibilitado -paralítico- para acercarse a Dios, alguien que no “practica” los movimientos necesarios para vivir unido al Señor (no estar en gracia de Dios; algún amigo que no “anda” a Misa, que “no se mueve” por el amor al prójimo)… cógelo y, con tu fe, ponlo delante de Dios, ponlo delante del sagrario con tus oraciones, y pídele a Jesús que lo cure, que seguro que él, tu amigo, si supiera quién es el Señor, su amor y su felicidad, seguro que desearía, como el paralítico del Evangelio, “caminar hacia Él”, hacia Jesús.

No se te habrá pasado que, el Señor, al presentarle esos amigos al paralítico, lo primero que dice es “tus pecados te son perdonados”. Con esto deberíamos de aprender definitivamente lo que nos quiere enseñar el Señor -Jesús es Maestro-: que lo más importante en esta vida es vivir sin pecados, en gracia de Dios, yendo a confesar, al sacramento de la reconciliación. Pues, Jesucristo, antes de curar de la enfermedad física, va lo que es más grave, al mal del alma: los pecados. El Señor sabe, sin duda que lo que quieren aquellos amigos del paralítico es que le cure de su parálisis; ¡faltaría más que Jesús no se hubiera dado cuenta de eso! Pero, ¿nos damos cuenta de lo que nos quiere decir? Lo primero: vivir en gracia. Después, todo lo demás, aunque “lo demás” sea algo tan grave como una parálisis. Terminamos para poner el colofón a estas palabras recordando otras que dijo Señor en este mismo sentido: “de qué le vale al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma”.