Génesis 32, 22-32; Sal 16, 1. 2-3. 6-7. 8 y 15; san Mateo 9, 32-38

El sábado, mientras esperaba que llegase la hora de comenzar la boda, esperaba leyendo en el aparcamiento que hay al lado de esa parroquia. Había aparcado un Ferrari rojo precioso. Los coches no es que me llamen mucho la atención, bastante es con que me traigan y me lleven, pero ciertamente hay coches que llaman la atención. Al rato salió el dueño, que estaba comiendo con su familia en un restaurante de enfrente, y lógicamente se puso a presumir de su coche. Se montó, hizo rugir el motor y … comenzó a sonar la alarma. Como el manual de instrucciones de ese coche debe ser como la guía telefónica, se conoce que el dueño no se lo había leído y no sabía quitar la alarma. Así que iba por el aparcamiento avanzando un poco y ¡otra vez que saltaba la alarma!. Suerte que hacía 40 grados y no había gente por la calle, ya que iba haciendo el ridículo: mucho coche y poquita idea de quitar la alarma.
“Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias.” A veces con el Evangelio nos ocurre como al dueño del Ferrari, es lo mejor que podemos tener, sería motivo de orgullo y ocasión de presumir el haber conocido la mejor noticia que la humanidad pueda conocer, pero se nos olvida lo más básico: anunciarlo a los otros. A veces podemos tener la tentación de hacer un Evangelio para la vida privada, procuramos ser buenas personas, e incluso rezamos y hacemos algunas obras buenas; pero cuando llega el momento de hablar de Dios, defender a la Iglesia o explicar la doctrina o la moral, parece que salta la alarma y nos volvemos mudos.
“Presentaron a Jesús un endemoniado mudo. Echó al demonio, y el mudo habló.” El demonio, ese que tantos quieren que no exista, es el que nos lleva a callarnos. Nos pone en nuestra mente cien mil excusas para no anunciar el Evangelio: Que hay que respetar el pensamiento de los demás, que no estamos demasiado formados y no tenemos argumentos, que ya sabemos cómo son los otros y nunca van a cambiar, etc. Ojalá llegue el día en que nos convenzamos de que los trabajadores en la mies del Señor lo que tenemos que hacer es justamente trabajar. No importa que alguien que siembre trigo no tenga el título de ingeniero agrónomo, el trigo crecerá y dará fruto. Ciertamente, si somos capaces de formarnos y saber decir el por qué de lo que la Iglesia anuncia seremos seguramente más eficaces. Pero por mucho que sepamos y mucha doctrina que poseamos no somos nosotros los que hacemos crecer la mies. ¿De qué serviría saber toda la teología del mundo si nos quedamos encerrados en casa?. Es el Señor, la acción del Espíritu Santo, el que convierte los corazones, pero ha querido contar con nuestra ayuda. De poco valen cristianos que parece que sufren autismo social, o comunidades tan pequeñitas y encerradas en sí mismas que no transmiten más que parecer un grupo de gente rara.
El Evangelio nos lleva a no callarnos, sería estúpido el esconder el Ferrari y no utilizarlo nunca por miedo a que nos lo roben. “No tengo oro ni plata, te doy lo que tengo …,” dirá San Pedro en los Hechos de los Apóstoles. Nosotros también tenemos esa urgencia de evangelizar, de ser misioneros, de trabajar en la mies del Señor. Si callamos faltamos a la caridad y a la justicia y será una señal inequívoca de que no hemos entendido nada el Evangelio, aunque nos lo sepamos de memoria.
Por cierto, al final una mujer (imagino que familiar del dueño del Ferrari), consiguió quitar la alarma volviendo a cerrar el coche y a abrirlo con el mando de la llave. Cuando notemos que a nosotros también nos “salta la alarma” y nos da vergüenza hablar a alguien de Cristo, recurramos también a la mujer, a María nuestra madre. Ella nos hará entender que Dios cuenta con nosotros para llevar la mejor noticia del mundo a todos los hombres.