Isaías 55, 10-11; Sal 64, 10. 11. 12-13. 14; san Pablo a los Romanos 8, 18-23; san Mateo 13, 1-9

Bebo mucho, y me siento culpable. La verdad es que no sé como ponerle solución. Y bebo tanto por que mi casa hace mucho calor, sólo puse el aire acondicionado en el templo (para rezar no hay que ser tacaño en facilidades), pero para mi casa no llegó el presupuesto. Hace tiempo compré unas botellas de agua, de esas que tienen una especie de biberón en la tapa (una regresión a la infancia), y según me acabo una, la relleno, saco otra fresquita y al rato ya me la he metido en el buche. Creo que estoy bebiendo cinco o seis litros de agua diarios, lo que me hace ir al servicio y gastar más agua. Con la sequía que hay y lo reseco que está el campo, me siento culpable. Tendría que ser algo más mortificado, aunque me excuso pues el agua era de la marca “San Benedetto” (esto es publicidad gratuita), y me ayuda a encomendar al Papa. Lo verdaderamente preocupante es la sequía, está el campo destrozado, quemado, infértil.
“Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender. Así se cumplirá en ellos la profecía de Isaías: Oiréis con los oídos sin entender; miraréis con vuestros ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oídos, han cerrado los ojos; para no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni entender con el corazón, ni convertirse para que yo los cure.” Tal vez en muchas parroquias no se lea hoy este trozo del Evangelio, ya que existe una versión “mas breve,” que sólo relata la parábola del sembrador, y a los curas nos entran las prisas. Personalmente prefiero leer más el Evangelio y predicar algo menos. Volvamos a lo nuestro. La sequía del campo es preocupante, pero lo es mucho más la sequía de los corazones. Si el cielo no suelta su agua poco podemos hacer, pero espiritualmente creo que hay un diluvio universal, y no nos damos cuenta, permanecemos como si estuviésemos en sequía. Piensa en San Pablo, San Benito, y en todos los santos misioneros. Sólo tenían su palabra, se enfrentaban a peligrosísimos viajes para llevar a cada rincón conocido la Palabra de Dios. En cada pueblo se construía una parroquia y querían garantizarse la presencia de un sacerdote que les acercase la Buena Noticia. Hoy, desde nuestro despacho, nuestra casa o lugar de vacaciones, sólo tenemos que hacer un “clic” para tener de predicador al mismísimo Papa, con sus últimas predicaciones y exhortaciones, para encontrar cuarenta y nueve versiones de la Biblia, los escritos de los Santos Padres y de los Santos de todos los tiempos. Hay una infinitud de libros de todos los tamaños, formas, colores, grosores y precios, que inundan las librerías cada mes. Pero se oye sin oír y se mira sin ver Parece que se nos ha secado el corazón, o se nos ha vuelto impermeable. Nunca hasta ahora podría parecer tan fácil anunciar a Jesucristo, cualquiera puede conocerlo –aunque sea por curiosidad-, y poner las bases para recibir el don de la fe. Pero parece que la fe se pierde en nuestro mundo occidental.
¿Nos desesperamos? Nunca. “Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mí boca: no volverá a mi vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo.” El Señor no deja que nada se pierda. “La creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto.” Date cuenta que el hombre, aunque lo quiera negar, necesita de Dios, tiene que hacerse violencia para no creer (aunque parezca mucho más fácil), y el Señor, que nos quiere tanto y nos ve tan débiles, no deja de sembrar su semilla a voleo y abundantemente.
Beber del agua del Señor no me avergüenza, no hay sequía por parte del Espíritu Santo. En este tiempo en que muchos están de vacaciones, o las están preparando, tendríamos que pensar seriamente en empaparnos de la Palabra de Dios, en saciarnos de ratos de oración, en acudir a la fuente –que es la Eucaristía-, e hincharnos de Él, que nunca estaremos saciados.
La Madre de Dios colaboró a convertir el agua en buen vino. Ella rotura y prepara el campo para que caiga la buena semilla, para que el agua no resbale y crezca la semilla de la fe que ya está plantada desde nuestro bautismo. Déjala que trabaje en ti este verano.
Se me acabó la botella, voy por otra.