Éxodo 12, 37-42; Sal 135, 1 y 23-24. 10-12. 13-15; san Mateo 12, 14-21

Tengo un cariño especial a la advocación de la Virgen del Monte Carmelo, la Virgen del Carmen. Mi cáliz lo heredé de un sacerdote y lo único que le añadí fue una pequeña medalla de la Virgen del Carmen, que me regaló mi abuela de ese mismo nombre. Es la Virgen marinera que llega a buen puerto. Es la Virgen que baja hasta las puertas del infierno a rescatar a su hijos. Es la Virgen madre que cumple las promesas a sus hijos. Los que hayáis tenido la suerte de ir al monte Carmelo habréis contemplado el horizonte, donde cielo y mar se juntan, y, evocando los desafíos de Juan Pablo II para este milenio, se evocan las palabras del Señor: ¡Duc in altum!.
Hoy no tengo anécdota (bueno, tengo algunas pero no me da la gana ponerla), y no creo que haga falta. El suceso de hoy es mirar a la Madre que nos muestra a su hijo, del que le diría Dios Padre: “ Mirad a mi siervo, mi elegido, mi amado, mi predilecto.” Hoy, cuando recemos el rosario, nos iremos adentrando por el inmenso mar del amor de Dios, caminando hacia Cristo. Sin miedo, sin escuchar esas palabras: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?” Paso a paso sobre las aguas de la vida iremos llegando al lugar donde cielo y agua componen el horizonte, donde se ve la vida con los ojos de Dios y se consigue la paz.
El escapulario, ese “escudo” que muchos tenemos impuesto, nos servirá para defendernos de los enemigos, del Enemigo, que intentará desviar nuestro camino. Hoy, después de la Misa, ofreceré en mi parroquia a los que no lo tienen impuesto a que se animen a participar de estas promesas de la Virgen. El otro día le compré cien escapularios a unas monjas carmelitas, seguramente sobren, pero hay que estar preparados. Si tú no lo tienes impuesto anímate. Pídeselo a tu párroco. A lo mejor (a lo peor), encuentras a uno de estos sacerdotes que están por encima del bien y del mal, que consideran las devociones como “supersticiones absurdas.” No te desanimes, somos así. Busca a otro que te imponga el escapulario (pero no dejes de pedírselo al anterior, aunque diga alguna burrada seguro que le viene bien) y llévalo con orgullo. Entre tanto rosario que se lleva al cuello, para que brille con las luces de las discotecas, vendrá bien que haya pechos que lleven ese pequeño trozo de tela, o esa humilde medalla, con la alegría de llevar a su Madre, la Virgen, cerca del corazón. Ella sabe hacerse querer, por poquito que la trates. Poco a poco tendrás hambre de estar más cerca suya, poco apoco te darás cuenta que Ella siempre ha estado a tu lado, ofreciéndote a su Hijo.
Cuando me inclino sobre el cáliz para la consagración veo la medalla de mi abuela. “Este es el cáliz de mi sangre.” “Los fariseos, al salir, planearon el modo de acabar con Jesús.” María, como un cáliz viviente, recogió sobre sí misma la sangre de Cristo, cuando al bajarlo de la cruz lo pusieron en sus brazos. Ella sabía que no habían acabado con Jesús, que allí todo comenzaba. Como esa imagen impresionante de la película de “La Pasión” en la que Jesús, caído bajo el peso de la cruz en las calles de Jerusalén, le dice a su madre: “Ves, todo lo hago nuevo.” Esa fortaleza de la Virgen es nuestro escudo. ¿Qué podemos temer?.
¡Rema mar adentro! ¡sin miedo!, la Virgen pilota nuestra nave, la de tu vida y la de la Iglesia.