Éxodo 16, 1-5. 9-15; Sal 77, 18-19. 23-24. 25-26. 27-28 ; san Mateo 13, 1-9
Bien podría ser el nombre de alguien que conocimos en el extranjero. También pudiera hacer referencia a la poetisa norteamericana Emily Dickinson, hablándonos del amor, de la muerte o de la inmortalidad… pero, ¡no! Ni se trata de una amiga, ni hay detrás de ese nombre un hermoso poema, sino que estamos hablando del peligroso huracán que ya ha hecho sus estragos en Jamaica y México (tengo que enterarme, por cierto, el por qué de esos nombres, en su mayoría diminutivos, que dan a esos productos demoledores de la naturaleza). Miles de personas han sido afectadas, incluso algunas han perdido la propia vida, y todas las previsiones y cálculos sobre las consecuencias del huracán se han disparado. Resultaba curioso observar de qué manera muchos andaban con prisas para irse en el primer avión posible, dejando atrás unas vacaciones planificadas con meses de antelación. También la economía se ha visto afectada con las consabidas caídas bursátiles, o su influencia en los precios del petróleo.
“¿Por qué permite Dios estos desastres?”. Esta pregunta, que estaría justificada por muchos, parece no recordar que el ser humano es una criatura libre. En la primera lectura de hoy, por ejemplo, podemos leer las quejas del pueblo de Israel porque creen haber sido abandonados a su suerte por Dios. Echan de menos las “comodidades” que tenían en Egipto, pero olvidan que fueron liberados para alcanzar la auténtica vida. También nosotros podemos supeditar los planes de Dios a la “corta” manera con que podemos ver los acontecimientos. Nuestros proyectos se convierten, en muchas ocasiones, en antesala de nuestros caprichos y obcecaciones, y ante la más mínima contradicción, o bien suspiramos a Dios, o nos derrumbamos. Pretender que podemos superar las limitaciones del orden creado con nuestros deseos es apartarnos de la realidad. Sólo Dios es capaz de prever las consecuencias de cada acontecimiento, pero es “escrupulosamente” respetuoso con su obra creadora y, de manera especial, con la libertad del hombre.
La parábola del sembrador que nos narra hoy el Señor en el Evangelio, habla muy a las claras del ejercicio de nuestra libertad. Es fundamental nuestra predisposición, y qué “tierra” ofrecemos a Dios para que el abono de los frutos pertinentes. Ponerse en manos de Dios no es una actitud alocada de “a ver qué pasa”, sino que Él cuenta con nuestras obras para que su Plan llegue a buen término. Nuestra mirada del mundo ha de estar traspasada, en todo momento, de la gracia divina. Sólo así podremos “entender” lo que a otros escandaliza o, simplemente, se les escapa. Por mucho que algunos pretendan, el hombre no es dueño de su destino, sino que la Providencia de Dios va más allá de cualquier planteamiento humano.
“El que tenga oídos que oiga”. Sólo hay que saber escuchar… y actuar. Es la manera con la que la Virgen María puso su vida en manos de Dios. Escuchó atentamente la vocación a la que era llamada para que, en la plenitud de los tiempos, el hijo de Dios (también su hijo) se manifestara, y pudiéramos ser testigos del único poder que vale en este mundo: la obediencia y la sumisión al Plan de Dios. ¡Qué lejos están aquellos que puedan entender esto como pérdida de la libertad!… Seguirán escandalizándose ante hechos como el de “Emily”, pero no verán ese otro huracán que se despierta en su interior cuando se ha perdido la gracia de Dios.