san Pablo a los Gálatas 2, 19-20; Sal 33, 2-3. 4-5. 6-7. 8-9. 10-11; san Juan 15, 1-8

Estuve hace dos días visitando un monasterio de carmelitas con un amigo sacerdote. Él pudo estar hablando un rato con esas monjas (tiene un privilegio especial para hacerlo, ya que estas monjas viven en clausura y conceden muy pocas visitas), y al terminar la entrevista el sacerdote venía conmovido. Me dijo: “Veía el rostro de una de esas monjas, y me parecía estar viendo el Cielo”.

Aquellos que critican a los que están enclaustrados de por vida en los monasterios, rezando y entregándose a Dios, creo que no tienen ni idea de lo que significa amar. Cuando hemos reducido el amor a meros afectos o sentimientos externos (es decir, al egoísmo), olvidamos fácilmente que es en el interior del alma donde se operan los auténticos “dardos” del amor divino. Un amor así se vislumbra en toda la persona y, de manera especial, en la mirada. Son ojos dedicados a Dios, a contemplarle y alabarle durante todo el día… y todos los días. Viven del amor y para el amor. Cada jornada transcurre como un suspiro, porque es poco el tiempo que tienen (y menos en esta vida) para dedicar a Aquel que es el Amor en toda su totalidad. Necesitan de pocas palabras aquellos que viven verdaderamente enamorados. Tan sólo una mirada… y empiezan a contemplar la belleza de Dios.

“Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Las renuncias, los sacrificios, los amores humanos dejados en el pasado… no son otra cosa, sino un hermoso rosario tejido de letanías, que han olvidado los respetos humanos, y que lanzan anhelos de una mayor entrega, hasta darlo todo. Porque nada nos pertenece. Todo es prestado. Y lo único que llena una vida es el Amor que espera, minuto tras minuto, ser amado. No podemos ver en estas almas que entregaron su virginidad al Esposo, a Cristo, como pobres mujeres que han renunciado a un amor del mundo. Lo que han ganado en Aquel que “vive en ellas” no puede compararse a ningún tesoro de la tierra (dinero, poder, influencias…). “Todo es basura” (como diría el propio San Pablo), comparado con el amor de Cristo. Sin embargo, muchos hurgan entre los desperdicios de sus afectos para compensar el amor de Dios que les falta. Esa compensación resulta absurda ante la mirada de alguien que verdaderamente nos ama.

“Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará”. Tú y yo podemos ver el Cielo, aquí en la tierra, si permanecemos unidos a los sentimientos de Cristo. Esos sí que son auténticos afectos, porque adolecen de un interés partidista, o de un egoísmo usurero. Jesús se nos ha dado enteramente, sin nada que esconder u ocultar. Todo en Él es luz y verdad. Alguien me comentaba hace unos días que un alto dignatario de un país occidental aseguraba a un grupo de jóvenes: “La libertad os hará verdaderos”. ¡Qué manera tan descarada de tergiversar las palabras del Señor! Reducir el ser humano a puro voluntarismo (“verdad”, dicen algunos), es vaciarlo de lo más sagrado que tiene: su semejanza con el Creador. Es la Verdad, por tanto, la única capaz de liberarnos. Para ello, es necesario mirarla cara a cara, y reconocer lo poco que somos (¡nada!) sin su aliento.

También la Virgen tendría una mirada como para llevarnos directamente al Cielo. Pídele su amor… y no desees nada más.