Reyes 3, 5. 7-12; Sal 118, 57 y 72. 76-77. 127-128. 129-130; san Pablo a los Romanos 8, 28-30; san Mateo 13, 44-52

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: -«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría va a vender todo lo que tiene y compra el campo”. No podría ponerse un ejemplo más claro para los hombres, tantas veces ambiciosos, para ayudar a entender la suerte que uno tiene cuando encuentra la fe, la vocación o la gracia de Dios.

A estas tres realidades de la vida del hombre se han referido a lo largo de la historia los santos y teólogos cuando han comentado estas palabras que el Evangelio de hoy pone a nuestra consideración.

Ciertamente no hay “tesoro” más grande que alguno de estos tres: la fe, la vocación o la gracia de Dios.

La fe es el principio de todos los bienes; nos llega a través del bautismo. Por eso a este sacramento, al bautismo, se le llama “iaunua sacramenti”, es decir, puerta de los sacramentos. Efectivamente, después de recibirlo, pertenecemos a la Iglesia fundada por Cristo y, allí, tenemos “derecho” a la Eucaristía, a la confesión, al matrimonio, etc.

Es un tesoro ciertamente tener fe. Y quien la tenga o “la encuentre”, lo mejor que puede hacer es “vender todo lo que uno tiene” y “comprarla”. Vender, deshacerse, desprenderse de todo aquello que me impediría no llegar a poseerla, a no poder quedármela, o si ya la tengo, hacer lo imposible por no perderla.

Y lo mismo se puede decir de la gracia de Dios. Es verdad que perder la fe es más difícil que perder la gracia, ya que ésta, como todos sabemos, se pierde al cometer un pecado mortal, es decir, incurrir en la trasgresión voluntaria de algún precepto de los diez Mandamientos en materia grave.

Por eso hemos de estar más atentos aún, pues sería perder un gran “tesoro” el perder la gracia de Dios. “Venderlo todo” será en este caso en frase de los santos, “huir de las ocasiones de pecar”; no entretenerse o juguetear con algo tan importante como la gracia de Dios: pensamientos, palabras u obras que son, como decimos, ocasiones graves de ofensa a Dios. Aquí, igual que cuando hablábamos de la fe, lo que perdemos en realidad es al mismo Dios. Sin fe, no hay camino de salvación: “el que crea en mí se salvará, el que no, se condenará”, ha dicho en otra ocasión el mismo Jesucristo; y sin la gracia de Dios nadie puede entrar en el Reino de los cielos, como también Cristo se encargo de recordarnos con mucha frecuencia, y con muchas parábolas, como por ejemplo la del señor que da un gran banquete y hay uno que pretende entrar pero no lleva “las vestiduras blancas”, entonces, el señor manda que lo “aten de pies y manos y sea arrojado al fuego inextinguible”.

Quiero advertir que estas cosas no se dicen “para asustar a los niños malos”, sino que estamos repitiendo palabras de Jesucristo que son verdad y vida.

Y, finalmente, se ha glosado este encuentro de un gran “tesoro” con el encuentro de la vocación.

Este “tesoro” tiene un matiz distinto a los otros “tesoros” que venimos comentando de la fe y de la gracia de Dios. En este sentido, hemos de decir, que la vocación, de una parte, la tienen todos los hombres, pues Cristo llama a todos a la santidad. No hay nadie que pase del querer de Dios. Cada uno tiene una misión en el mundo, más general -ser santos-o más específica -ser santos a través de un camino concreto–. Por ejemplo nadie duda de que un hombre que piensa que ha encontrado el tesoro de la vocación sacerdotal está llamado por Dios ha hacerse santo a través del ejercicio de su ministerio pastoral; a veces, aún nos parece eso más claro cuando ese hombre se va a las misiones, o es una mujer que se encierra en un convento. Todo esto es verdad y es un tesoro específico para aquel hombre o para esta mujer. Pero también es un “tesoro” encontrar a la mujer, o al hombre “de tu vida”, y a través del matrimonio alcanzar también la santidad. Es el “tesoro” de la vocación matrimonial que, por otra parte, es a la que Dios llama a la inmensa mayoría de hombres en el mundo.

Actuemos pues como ese hombre del ejemplo que nos pone Jesucristo que al encontrar la fe, la gracia de Dios o la vocación, “va vende cuanto tiene” y “compra”, ese tesoro.