Números 12, 1-13; Sal 50, 3-4. 5-6. 12-13 ; san Mateo 15, 1-2. 10-14

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos fariseos y escribas de Jerusalén y le preguntaron: « ¿Por qué tus discípulos desprecian la tradición de nuestros mayores y no se lavan las manos antes de comer?»

Este inicio del Evangelio de la Misa de hoy es, por desgracia, de una actualidad tremenda, porque estamos en tiempos de una hipocresía grande. A la Iglesia, al igual que a Jesucristo se le sigue atacando, por lo que se ve, con los mismos argumentos que entonces. El Señor está haciendo todo el rato el bien: curando enfermos, resucitando muertos, dando de comer a cinco mil personas, calmando tempestades y enseñando una doctrina maravillosa con un ejemplo de vida intachable, más aún, santa, y, ellos, los “que atacan a la Iglesia” se fijan en que “tus discípulos desprecian la tradición de nuestros mayores y no se lavan las manos antes de comer”.

Es verdad que los que componemos la Iglesia, es decir, los que somos hijos de la Esposa de Cristo, no nos portamos del todo bien e, incluso hacemos cosas -insisto, los hombres que formamos parte de la Iglesia- que desdicen de lo que deberíamos de ser: discípulos del Señor, luz que alumbra y sal de la tierra. Pero, la realidad es que muchas veces, debiendo de ser luz y sal, somos sombra, somos escándalo.

A este respecto sería interesante considerar dos aspectos.

El primero es que una cosa somos los hombres, y otra Cristo, la Iglesia y su doctrina. Con un ejemplo se ve clarísimo: San Pedro. Hombre con defectos, falto de fe (se hunde cuando va caminando sobre el mar hacia el Señor); no entiende cuál es el mensaje del Señor, hasta el punto de que en un momento determinado Jesús le tiene que gritar: “apártate de Mí, Satanás”; junto con esto otro suceso en su vida desedificante para todos nosotros los cristianos que teníamos que venir después: su dramática y cobarde actuación ante una mujer cuando, calentándose junto a un fuego junto a otros soldados, esperaba que Jesucristo saliera del inicuo juicio que le estaban haciendo. Aquí, San Pedro, niega a Cristo tres veces antes de que cantara el gallo, como todos conocemos.

Todo esto parece mucho peor que la “hipocresía” de los que se fijan en que los “discípulos no se lavan las manos”; . ¡Cuántos malos ejemplos se han dado!.

Todo eso es cierto, y nadie lo puede negar y, menos cuando queda demostrado (ojo con los juicios temerarios); pero esas acusaciones serían a todo caso contra Pedro, es decir, contra un hombre, contra su debilidad en un momento dado, que, insisto, nadie niega que son malas; no lo niega ni la misma Iglesia. Tan es así que es la misma Iglesia quien dirá a sus hijos cristianos que acudan al sacramento de la confesión a pedir perdón a Dios, a reconciliarse con Él a través de la gracia del sacramento. No podemos olvidar que este sacramento lo instituyó Jesucristo “para” los cristianos, es decir, bien sabía el Señor que somos pecadores todos los que componemos la Iglesia Católica. Y, desde el mismo Señor hasta Benedicto XVI no han hecho otra cosa, por así decir, que animar a sus hijos a que vivan de acuerdo con la Ley de Dios y que, si se desvían en ese caminar hacia la meta, que pidan perdón. Y adelante. Como adelante siguió efectivamente Pedro, pasando, por cierto, del Pedro cobarde e incrédulo, a santo: San Pedro; santo porque cambió, rectificó y mejoró su vida.

Pero nadie dijo, después de las desafortunadas intervenciones o cobardías de Pedro, a las que antes hacíamos referencia, que “la Iglesia” es mala. “Yo” soy el que no se ha portado conforme al querer de la Iglesia, pese a estar bautizado, pese a ser miembro de la Iglesia, siempre santa: ella, sí, yo no siempre santo

Y, la segunda consideración que quisiera que nos detuviéramos a hacer es esta: no es justo atacar y muchas veces con saña y despiadadamente a la Iglesia, la cual, como todos sabemos lo único que procura, y además muchas veces lo consigue, es ayudar, socorrer, acoger, humana y sobrenaturalmente a los hombres. Por eso el Señor dice a continuación en el Evangelio de la Misa de hoy cuando recibe esa injusta acusación a sus discípulos: «Escuchad y entended: no mancha al hombre lo que entra por la boca, sino lo que sale de la boca, eso es lo que mancha al hombre.»

No reconocer toda la entrega de “los hombres de iglesia”, sacerdotes, misioneros, monjas y laicos y laicas, es decir, todos los bautizados, o lo que es lo mismo, todos los que pertenecen a la Iglesia Católica, que han dado su vida a veces en martirio, con derramamiento de sangre por no renunciar a su fe, o por ir a salvar a otros seres humanos necesitados de pan y de doctrina, es cuando menos, injusto. Porque injusto es fijarse sólo en que “no se lavan las manos”, que mal está el no hacerlo, y, sin embargo, criticar o no escuchar (que es lo que ella más quiere) su doctrina o no vivir de acuerdo con las enseñanzas de la Esposa de Cristo.