Números 13, 1-2. 25-14, 1. 26-30. 34-35; Sal 105, 6-7a. 13-14. 21-22. 23; san Mateo 15, 21-28

Una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.»

Hasta aquí lo que nos cuenta el Evangelio sabemos que es “lo normal”: unas veces es una mujer, como en este caso, otras un hombre, los que acuden a Cristo, el Salvador, para ser curados, ellos mismos o un familiar o un amigo. Hay que reconocer que, en la mayoría de las ocasiones, acuden a Cristo para ser curados de males del cuerpo, enfermedades, cegueras, hemorragias, parálisis, etc., aunque Él siempre, si os fijáis, va a más, atraviesa el cuerpo y va al alma: “tus pecados te son perdonados”. Es curioso porque casi nadie va al Señor diciendo: “Señor, socórreme que estoy en pecado”; y sin embargo Él reconduce la petición hacia la sanación de la enfermedad más grave del mundo que es la enemistad con Dios. Tan es así, que llega a decir: “de qué le vale al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma”.

Sin embargo, el caso del Evangelio de la Misa de hoy, es uno de los ejemplos en que la mujer que se acerca a Él busca la sanación del alma: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.» “Un demonio muy malo”. El estar endemoniado afecta al alma aunque tenga consecuencias externas en el cuerpo, como pasa con todo alejamiento de Dios: el alma en pecado lleva a que se agrie el carácter, al egoísmo, a la pereza, a tratos despiadados hacia los demás, en ocasiones no sólo con palabrotas y gritos, sino con agresiones físicas. Todas estas cosas son (salvo enfermedades) consecuencias de nuestros pecados.

Se inicia ahora una actuación de Cristo que podríamos calificar de insólita: una mujer que pide por su hija, por su alma, y Él, nos dice el Evangelio de hoy: “Él no le respondió nada”. Incluso la petición de la mujer no solo la hace una vez, sino muchas y a voces, porque dice el Evangelio que “los discípulos se le acercaron a decirle: “atiéndela, que viene detrás gritando.” Pero Él sólo contesta ante la insistencia de la mujer: “no está bien echar a los perros el pan de los hijos”. Esta contestación hay que entroncarla -y ahora no nos podemos detener en ella-dentro de las complejas relaciones de la época entre los cananeos, en el país de Tiro y Sidón, y el pueblo israelita; no obstante, es dura la contestación.

Algunos Padres y teólogos han explicado que esta contestación es debida a que Jesús es Maestro y aprovecha esta ocasión o aquella otra, para dar la mejor lección posible y, sobre todo, cuando ve que hay una oportunidad de afianzar la fe en el corazón de los hombres. Es decir, aquí una mujer ruega y “aparentemente” (es lo que enseña el Maestro) Dios no escucha, no hace caso, incluso, “pone a prueba su fe” (es lo que dicen los teólogos) con una contestación que sería para “desanimar” a cualquiera que estuviera pidiendo. Cuántas veces quizá, hemos dicho al Señor, “Señor, esto o lo otro”, y al ver que no es atendida nuestra petición en lugar de seguir rezando o pensar que será que no nos conviene, hemos dejado de “insistir en nuestras oraciones” o hemos dejado “despechados” de acudir al Señor porque no “me ha dado lo que le pedía”, y esto ha supuesto un bajón en nuestro modo de vivir la fe: dejamos de ir a Misa, o de rezar el Rosario, etc.

Así, el Señor “deja” a la mujer que insista, le “pone dificultades” a la petición, incluso le dice algo que “desanima”; pero aquella mujer insiste, no se desalienta, grita más, persigue con más vehemencia a Cristo. Y, es entonces cuando -enseñada la lección- Jesús hace el milagro: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.» En aquel momento quedó curada su hija.