Rut 2, 1-3. 8-11; 4, 13-17; Sal 127, 1-2. 3. 4. 5; san Mateo 23, 1-12

A veces algunas personas te dicen que a ellos les gustaría predicar. Me acuerdo de alguna parroquia en la que estuve, que se pasaban el micrófono de unos a otros y cada uno hacía su pequeña homilía (era interminable). Al menos, te dicen algunos, haces algo y no estás simplemente callado y escuchando. Cuando uno empieza a predicar primero tiene que superar el miedo escénico, quitarte ese temblor de rodillas que se te pone cuando te pones ante la gente. Luego, una vez superada esa fase, empiezas a querer predicar de todo en cada homilía, venga o no a cuento. Esto hace que sean predicaciones larguísimas, cuyo comienzo no tiene nada que ver con el final y que suelen acabar abruptamente. Luego empiezas a pensar qué tienen que escuchar tus fieles y comienzas a echar pequeñas regañinas (a veces grandes), a los pobres que vienen a Misa. Luego llega el Evangelio de hoy y desearías que predicase otro, o que te permitieran predicar de rodillas y soltando algunas lágrimas.
“Ellos no hacen lo que dicen.” Algún sacerdote he conocido que leía sus homilías directamente de un comentario litúrgico semanal. La primera vez que se lo leía era ante el micrófono, estoy convencido que muchas veces ni él mismo sabía de qué predicaba. Predicar es, en cierta manera, hacer la oración en voz alta. Al igual que al comenzar a rezar hay que pedirle al Espíritu Santo que no seamos un obstáculo demasiado grande para que actúe su Gracia.
Como en la oración hay que pedirle al Señor palabras acertadas. No hay que buscar frutos concretos. Al igual que Rut, que “cedió” el fruto de sus entrañas a Noemí y nunca conocería a su bisnieto, el Rey David, la predicación y la oración darán los frutos que Él quiera y cuando Él quiera. Es muy triste cuando alguien alaba una predicación. Si el predicador tiene buenas palabras, pero poco fondo, lo único que harás será fomentar su vanidad y que se hinche como un sapo. Si sólo ha querido hacer lo que Dios le pedía en ese momento tus palabras le parecerán vanas y ridículas. En estas cosas el que nos aumenta la autoestima es Cristo.
La predicación, como la oración, necesita preparación. Cuando, como hoy, escribo en un mismo día varios de estos comentarios, me ocurre que luego nunca sé que Evangelio toca ese día y, preparando la Misa, se me ocurren otras cosas completamente distintas de las que escribo aquí, aunque todas me hablan de Dios. Cuando uno se dedica a improvisar suele acabar hablando siempre de lo mismo, y suele ser de lo malos que son los demás y lo buenos que somos nosotros. Eso es inútil, a Dios no tenemos que convencerle de nada.
¿Quieres predicar? Haz la oración con el Evangelio de hoy, pero no pienses en D. Gumersindo, el cura de tu parroquia. Te darás cuenta de que para predicar honradamente o es un servicio que Dios te pide en su Iglesia, aunque sepas que otros lo harían mucho mejor que tú, o dirás que predique Rita. Y cuando lo que predicas, como la oración, ha pasado por tu cabeza, por tu corazón y bajo la luz de Cristo, no puedes menos que intentar vivirlo, aunque como a todos te cuesta. Eso te ayuda a crecer en misericordia.
Santa María escucharía la predicación diaria del único que tiene derecho a predicar: la misma Palabra de Dios encarnada. Pídele a ella que te enseñe a orar y, si tienes esa tarea, que te ilumine al predicar.