san Pablo a los Tesalonicenses 5, 1-6. 9-11; Sal 26, 1. 4. 13-14 ; san Lucas, 4, 31-37

Hace unos días, en uno de estos comentarios salía a relucir la figura del Lazarillo de Tormes. Es un personaje bastante arraigado, no vamos a decir ya en la cultura hispana, ni siquiera en el mundo latino, sino en general en la propia naturaleza del hombre. El pillo, el que sabe buscarse la manera de sobrevivir, o hace de la supervivencia un modo de vida, llega a resultar simpático, a pesar de que sus modos de actuar no siempre sean de lo más ortodoxos. Es cuestión de mirar con mirada cómplice y chispeante, guiñar el ojo, y ya está. ¿Qué importan los medios si se logra el fin? Por eso el pillo es, y se considera, el triunfador nato.
Me ha venido a la cabeza esta reflexión al leer el evangelio del día, precisamente por contraste. La autoridad con que habla y actúa el Señor tiene muy poco que ver con la pillería de la que hacen gala muchos personajes y personajillos de nuestra vida cotidiana. Aunque me temo que la simpatía, incluso la admiración, sigue siendo mayor para el pillo, puedo asegurar que no termina de convencerme.
Últimamente le estoy dando muchas vueltas (quizá haya ocasión de verlo en alguno de estos comentarios) a una cuestión que puede ser radicalmente seria: la verdad, y a la par, pienso también en su contrapartida: la mentira en todas sus versiones y ramificaciones. El panorama es como para echarse a temblar.
En la vida política, en la conversación mientras tomamos el café, en nuestras relaciones con los amigos, en muchos momentos y circunstancias diferentes, es un hecho comprobado casi como ley inexorable, que no nos convence tanto la “autoridad” de quien habla desde el conocimiento o su experiencia concreta en aquello de lo que está hablando, sino que nos dejamos llevar por lo que suena bien, por lo que halaga nuestros oídos, por lo que resulta menos problemático, por lo que bien adobado gusta más. Y por eso hemos consagrado el tópico, es decir el lugar común, eso que todo el mundo admite sin preguntarse si es verdad, y que habitualmente es mentira.
Hay una especie de elevación de lo descafeinado, de lo light, de lo que parece y no es, que termina asustando.
Digo yo que la verdad será siempre la verdad y que resultará atractiva. Lo digo porque lo creo, vamos. Me temo, sin embargo, que eso no es lo políticamente correcto. Lo que mola es lo que es resultón, independientemente de que sea o no verdadero.
Lo que parece primar es la ley de la publicidad: lo bueno, lo grato, lo espectacular, lo bonito, es lo que es presentado con lentejuelas y fanfarria, papel brillante y música sugerente. Repite y convence, y si no convences es que has repetido poco. Que sea o no cierto, que venga o no bien, eso es muy secundario, a fin de cuentas ¿qué importancia puede tener? Lo importante es lo otro pensar como todos, no desentonar y ya está.
Pienso en el Señor: ¡qué manera tan distinta de presentar las cosas! Se nota tanto… El sabor de lo auténtico, de lo genuino, de lo que tiene consistencia lo da algo más que esa publicidad engañosa, lo da la calidad de quien avala el producto. Es cuestión de probar. ¿Has “probado a hacer la prueba”?. Sal del tópico, apéate del lugar común, deja de lado las pillerías de salirte con la tuya. Acógete a la autoridad de Dios y saborea. Quien ha gustado al Señor ya no puede quedarse con lo light porque se nota demasiado la diferencia. O si se queda es engañándose a uno mismo. La mentira, o sea, lo de siempre.