san Pablo a los Colosenses 1, 9-14; Sal 97, 2-3ab. 3cd-4. 5-6; san Lucas 5, 1-11

“Padre, ¿cómo puedo saber lo que Dios quiere de mí?” A veces le hacen a uno esos requiebros y cuesta trabajo reaccionar en un primer momento, y atinar a dar una respuesta medianamente aceptable, porque es una pregunta que se las trae. No es, ni mucho menos, una pregunta irrelevante. San Pablo dice explícitamente que él reza para que los colosenses, a los que en aquel momento se dirigía, conocieran la voluntad de Dios.
Las pistas nos las da el evangelio. Allí está el Señor predicando desde una barca a las gentes y después pidiéndole a Pedro que se adentre en el mar para pescar, que es a fin de cuentas lo suyo y lo nuestro. Pero vayamos por partes, lo primero que hay que hacer es ponerse a cierta distancia de las cosas: si uno está en medio del bosque no lo ve, tiene que salir, separarse un poco para verlo todo con objetividad, con perspectiva. Y escuchar al Señor, es decir, dejar que resuenen sus palabras, que nos llegan por muchos medios: esa llamada de atención de un amigo que nos quiere bien, las palabras de un sacerdote que hieren nuestra alma porque han ido directas a donde más nos duele (algo que, por ejemplo, hacemos mal y no queremos reconocer…), esa actitud en la que luchamos y en la que estamos tentados de tirar la toalla… Yo acostumbro a decir a los demás (y me lo digo también con insistencia a mí mismo), que escuchar a Dios requiere, no solamente estar atento, sino no dejar que lo que entre salga con la misma velocidad con la que ha entrado. Aparentemente no habría de qué quejarse, tenemos los dos oídos bien abiertos, es verdad, pero lo que quizá habría que hacer es ponerse un tapón en uno de los oídos, para que lo que pasa un lado se quede dentro, porque no le damos oportunidad, y lo que hace es diluirse o escaparse como agua entre los dedos.
Escuchar es una buena cosa. La primera. Eso hará que todo se remanse en nuestro interior. Desde la barca en un ir y venir, como las olas, las palabras de Cristo llegarían a aquellas gentes. Lo que nos ocurre habitualmente: ¿Cuántas veces habremos oído lo mismo? ¿Es que podemos escudarnos en que ya lo sabemos todo? Hay que dejar que todo se remanse en el corazón que se aposente, que vaya madurando, haciéndolo nuestro, no sólo palabras que se escuchan, sino acciones que se viven, que se ponen en práctica.
Es, en definitiva el ir “mar adentro”. Hay que lanzarse. El “después” o “mañana” no son palabras propias del apóstol, del seguidor de Cristo, del hijo de Dios. Lo nuestro es la audacia de decir “hacia delante”, ¿en lo intrincado del mar? Pues allí que iremos.
Hay que recordar, porque tendremos muchos momentos de vacilación, y de no terminar de decidirnos, que hacer la voluntad de Dios no es igual a entender la voluntad de Dios. Puede que no la entendamos, o incluso que nos parezca poco razonable, pero es que la voluntad de Dios lleva aparejado un “leve matiz”: confiar en Dios. No se hacen las cosas porque aparentemente sean “lo que cualquiera pensaría que es lo mejor en ese momento”. Se hacen las cosas con la idea clara de secundar en nosotros ese impulso sobrenatural de ir adelante hacia donde el Señor nos lleve.
¿Veremos los frutos? Importa poco. Lo que importa es otra cosa bien distinta: saber que Dios actuará a través de nosotros, a veces a pesar de nosotros y sacando de nosotros lo que ni siquiera nosotros sabíamos que podríamos dar.
Hubo tal redada de peces que casi se rompía la red. Cuando vamos entrando en la dinámica divina, las cosas funcionan… al modo de Dios. Y funcionan bien. Si no que se lo pregunten a Nuestra Madre la Virgen, que es Reina de Cielos y Tierra, porque tiene en su haber esa fidelidad siempre y en todo a lo que Dios le pedía.