san Pablo a los Colosenses 1, 15-20; Sal 99, 2. 3. 4. 5 ; san Lucas 5, 33-39

A mi amigo Fernando, que durante mucho tiempo ha hecho ha hecho estos comentarios, y del que tanto hemos aprendido, le gustaba hablar (para fustigarlos) de los puritanos.
En los puritanos hay, me temo, algo de frustración existencial. No saben vivir y les fastidia que otros vivan: tienen vocación de oro y se quedan en hojalata, y de la mala. Acaban siendo, a pesar de ellos mismos, una caricatura de sí mismos.
Los puritanos son gente que, en lugar de tener mirada amplia y corazón ardiente, se empeñan en aguarse la fiesta a ellos y a los demás, creyendo que lo importante es el color de la tierra más que la esplendidez del cielo. Y se quedan en suspiros de pitiminí lo que debería ser ganas de comerse el mundo.
Son puritanos los que se creen que saborear las cosas de la vida es, en el mejor de los casos, algo sospechoso, porque presienten detrás de todo la sombra de lo negativo, de lo pecaminoso. Y no hay manera de hacerles ver que todo ha salido de las manos de Dios y es una delicia. Para ellos no, les parece que algo debe haber encerrado detrás. Me acuerdo de aquello que decía una señora bien rellenita mientras se abanicaba con profusión, resumiendo su profunda concepción metafísica, quientaesencia de su planteamiento vital: “vaya por Dios, todo lo que me gusta o engorda o es pecado”.
¿Cuándo aprenderemos a mirar las cosas y disfrutar de ellas, a dar gracias a Dios por todo, y a estar contentos, a vivir con una inmensa alegría porque Dios es bueno y nosotros somos sus hijos? Pues sí, esta es una de las realidades más ciertas y esperanzadoras de nuestra vida: Dios lo ha iluminado todo una bondad chispeante, con una alegría excepcional. Así ha querido modelar toda la realidad creada y así es como se la ha entregado al hombre para que la disfrute y haciéndolo así le dé gloria.
Hoy más que nunca hay que vivir y enseñar a vivir así nuestra fe. Hay que desterrar de una vez por todas el tópico de que la fe cristiana, de que nuestra relación con Dios, de que nuestra vivencia de ella, es algo oscuro y vergonzante. Todo lo contrario. Es tan maravillosamente deslumbrador que nos llena de esperanza, de esa esperanza que no se apaga porque un día tengamos el día tonto y todo nos salga exactamente al revés de como estaba previsto.
Eso nos ha de llevar a quitarle el polvo a todo lo que en nosotros, en nuestros modos de asumir la relación con Dios, huela a naftalina, a postizo. Hemos de ser capaces de derribar tópicos de tonterías que, a base de repetirlas, quieren imponer como verdades. Lo nuestro es vivir la fe como quien se deja seducir por una aventura apasionante. El Señor invita a estar con Él, y estando con Él los formalismos caen por tierra. En esta ocasión los que le preguntan lo intentan poner en un compromiso echándole en cara que sus discípulos no ayunaran. Él les responde con un sentido común aplastante: lo importante no es el ayuno, lo importante es estar con Dios, en ese momento es el novio y el novio requiere su atención: lo que “toca” en ese momento es disfrutar con la alegría de estar con Él, en otros momento “tocará” seguir al Esposo desde la “nostalgia”, desde ese asociarse a su entrega en la cruz, y habrá que ayunar, desde la alegría. En uno y otro caso estar con Él.
El puritanismo es algo rancio. El cristiano tiene que aprender a vivir de forma puntera, en la cresta de la ola, para desde allí avanzar en un amor que se va renovando a cada instante, que es inventivo, porque es siempre nuevo. Y por eso, precisamente por eso, aprende a disfrutar en todo instante, haga frío o haga calor.
Estando con Jesús tenemos el gozo asegurado. Mira a Nuestra Madre la Virgen y verás cómo te ayuda a vivirlo así. Y si hay gente que te mira con recelo porque estás alegre, con todo el cariño del mundo dile eso que se decía en algunas manifestaciones de “otros tiempos”: “no nos mires, únete”.