san Pablo a los Colosenses 3, 1-11; Sal 144, 2-3. 10-11. 12-13ab; san Lucas 6, 20-26

El Evangelio de la Misa de hoy trae a nuestra consideración un sermón del Señor que con solo mencionar una palabra -el sermón de las bienaventuranzas- a todos se nos pone delante inmediatamente su contenido, su enseñanza.

Ciertamente este sermón del Señor se ha dicho, y es cierto, que constituye como un punto central en la doctrina del Señor. Se ha llegado a decir que lo que son los diez mandamientos para el antiguo testamento, son las bienaventuranzas para el nuevo. Queriéndose con esto significar el carácter de resumen, de síntesis de las enseñanzas de Dios, de las enseñanzas de Jesucristo con su venida al mundo desde que lo hiciera en las entrañas de la Virgen hasta su ascensión a los cielos. Y, en este sentido, se puede afirmar que efectivamente así es.

Son dichosos o bienaventurados -según dice el Señor- los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, los limpios de corazón, los que son odiados por los hombres y excluidos o insultados o proscritos por causa del Hijo del hombre.

Y a renglón seguido, el Señor hace un lamento, exclama con pena: “ay de vosotros”, por los que en este mundo son “ricos”, por los que “están saciados”, los que “reís”, por aquellos de los que “todo el mundo habla bien de ellos”. Así nos lo recuerda el Evangelio de hoy.

Es curioso que a cualquiera de nosotros que nos hubieran preguntado (sin ponernos en antecedentes de este sermón, se entiende) : “¿Tú a quién consideras dichoso y a quién desgraciado en esta vida?”. Pienso que nosotros -cada uno- hubiéramos dicho justo lo contrario que acabamos de recordar que nos dice el Señor.

No deja de ser sorprendente que dos mil años después, en esto hemos cambiado poco. Sólo desde la fe; desde el entendimiento de la aceptación de la cruz como camino seguro de salvación -“el que quiera seguirme tome su cruz y sígame”- se puede entender en el mismo sentido las palabras del Señor.

Quizá por este motivo está tan “desquiciado” el mundo actual; porque esto no ha terminado de comprenderlo; porque no se produce en el interior de los hombres una lógica como la de Dios. Y así, si unos padres tienen un hijo deficiente, lo verán como una desdicha, y será una alegría inmensa que nazca un hijo que llegue a premio extraordinario de carrera. Y será una desgracia la enfermedad, y una bendición la salud; y la pobreza una mala suerte, y la riqueza lo mejor del mundo: que te toque la lotería… y así podríamos ir poniendo ejemplos, que confirmarían lo que estamos diciendo. Pero aparecerán en el mundo almas que -como, por ejemplo la madre Teresa de Calcuta y sus hijas ahora- nos siguen recordando lo que realmente es bienaventuranza y lo que es una desgracia. Y habrá hombres que lo dejarán todo -riqueza, y parabienes- y se entregarán a seguir a Cristo desde la misión o desde un mundo retirado del mundo del dinero y de los placeres.

Consideremos ahora, ya que nos lo propone el Evangelio, estos pensamientos que hoy más que nunca golpean nuestra conciencia de hombres modernos.