Miqueas 5, 1-4a; Sal 12, 6ab. 6cd ; san Mateo 1, 18-23

Hoy la Misa nos recuerda el acontecimiento más grande ocurrido en este mundo: el nacimiento del Señor de las entrañas purísimas de María El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: “María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo”.

Es curiosa la sencillez y la naturalidad con que Dios quiere que se escriba el Evangelio: el hecho más grande de la historia, el que va a suponer un antes y un después en la historia de la humanidad, un antes y después de Cristo, se nos cuenta en apenas tres líneas. ¿Es este el proceder de Dios? Evidentemente que sí, ¿Por qué nos empeñamos, entonces, en buscar a Dios en las cosas grandes y aparatosas de la vida? ¿No es acaso esta lección una de las más importantes de las enseñanzas que vino a traer Jesús a la tierra?

Los santos así lo han entendido. Si pudiéramos encontrar un cierto denominador común en todos los santos sería este: la sencillez, el amor a lo pequeño, la infancia espiritual, el abandono en las manos de Dios, la pobreza, la naturalidad, la sinceridad, la pureza… todas estas cosas tan “pequeñas” son cosas que hacen “grande” al hombre. Es una de esas paradojas a las que Dios, Jesús, nos tiene tan acostumbrados: “el que quiera ser el primero, sea vuestro servidor”, que es como decir, el que quiera ser el primero que sea el último; “el que quiera ser grande en el reino de los cielos, sea como un niño”; “veis que los poderosos someten a los hombres y los sojuzgan, no ha de ser así entre vosotros”. Y tantos ejemplos más de las enseñanzas del Maestro.

Pero no sólo de las enseñanzas, de las palabras del Señor, se desprende este amor por lo sencillo y por lo pequeño, sino que toda la vida de Jesús es una vida impregnada de humildad y de amor a las cosas pequeñas. No hay palacios, ni castillos ni carrozas, ni príncipes; hay trabajo en un pueblecito durante treinta años: levantarse todos los días, trabajar en encargos de la gente del pueblo, sonreír cuando venían a recoger el objeto pedido, ayudar a María a la hora de la comida, descansar a la fresca en las noches tibias de verano. Y era Dios. Y nos estaba hablando de la importancia de actuar lo mejor que podamos con las cosas de cada día, y con las personas que tratamos, quizá, todos los días.

Pidámosle a Nuestra Madre del cielo que nos enseñe a hacer grande lo pequeño, haciendo extraordinariamente bien lo ordinario, y ofreciéndoselo al Señor.