san Pablo a Timoteo 1,15-17; Sal 112, 1-2. 3-4. 5a y 6-7; san Lucas 6, 43-49

En aquel tiempo, decía Jesús a sus discípulos: «No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos”.

Estas palabras del Evangelio de hoy podrían ser muy bien un complemento de lo que comentábamos ayer en el Evangelio de la Misa sobre la dirección espiritual.

El Señor parece querernos decir a quién debemos acudir para ser dirigidos, para que nos ayuden a conseguir ese fin para el que estamos hechos. El fin de nuestra vida es la consecución de la vida eterna, del bien supremo que es Dios.

Y para lograr este propósito, lo verdaderamente importante, lo que merece la pena conseguir en nuestra vida, hemos de acudir a los que nosotros sabemos que son “buenas personas”. ¿Y cómo sabemos quiénes son ésos? Por sus frutos los conoceréis, nos viene a decir el Evangelio de la Misa de hoy: “cada árbol se conoce por sus frutos”. Si nos fijamos, este consejo del Señor es una llamada a ser sinceros con nosotros mismos: ¿a mí quién me ayuda de verdad? Todos, al ir por la vida, sabemos -y lo podemos decir así, sin más: “sabemos”- quiénes son, de las personas que conocemos, con las que tenemos más trato, los que nos pueden ayudar, los que nos dicen siempre la verdad.

A veces, y, desde luego cuando éramos pequeños, sin ninguna duda, esas personas, de las que verdaderamente nos podíamos fiar eran, y sin duda lo siguen siendo, nuestros padres. Y más aún si esos padres eran, como se suele decir, “buenos cristianos”: siempre quieren lo mejor para nosotros. Ellos, inicialmente, quizá no tienen los conocimientos profundos para dirigir nuestra alma, pero su cariño, el desear lo mejor -de verdad- para nosotros, ha sido luz, ojos, para guiarnos y no caer en ningún hoyo profundo y oscuro. Muchas desgracias “de mayores” han venido por no hacer caso a los padres. Nuestros padres nos han enseñado a ser estudiosos, a ser piadosos, a no frecuentar las “malas compañías”, a ser sinceros. En definitiva a vivir conforme a nuestra fe.

“El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca”. Y después de los padres, precisamente por lo que nos dice Jesucristo y que acabo de transcribir, será regla de oro para descubrir a esas buenas personas “por lo que habla su boca”.

Dicho aún de un modo más claro, los mejores para aconsejarnos serán aquellos que más se parecen en su conducta a Jesucristo “el que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra” –nos dice terminando el Evangelio de la Misa de hoy-y, el que así actúa, “se parece a uno que edifica una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida”.