Eclesiástico 27, 33-28, 9; Sal 102, 1-2. 3-4. 9-10. 11-12 ; san Pablo a los Romanos 14, 7-9; san Mateo 18, 21-35

El protagonista de la parábola que nos narra Jesús en el Evangelio de hoy no es aquel que es perdonado, sino el rey que perdona. Muchas veces nos sentimos ofendidos por el mal que nos hacen otros, y nos revolvemos en nuestro interior hasta llegar al punto de decir: “¡jamás perdonaré semejante ofensa!”. Sin embargo, somos incapaces de reconocer el perdón que Dios nos ha alcanzado a cada uno de nosotros. Parece que se nos ha trastocado el sentido común: nos parece más grave una ofensa humana, que una ofensa a Dios. Leamos bien el texto: el empleado debía a su rey diez mil talentos, mientras que el compañero debía al empleado sólo cien denarios. La proporción matemática que nos propone Jesús es clara: es mucho más lo que tu y yo debemos a Dios, que lo que nadie nunca nos pueda deber a nosotros. No caigamos en la hipocresía del mundo, que ve con suma gravedad que no se protejan las ballenas, mientras acepta con comprensión el aborto; se preocupa mucho más de la salud del cuerpo que de la salud del alma; que denuncia los atentados contra los derechos humanos, y pisotea el respeto que le debe a Dios; que exige el respeto a las ideologías y se mofa públicamente de los que creen y dan su vida por Dios.
Además, démonos cuenta de cómo el Señor es un gran maestro pedagógico. Si nos fijamos un poco, enseguida nos damos cuenta de que el rey no ofrece el perdón al empleado con la condición de que perdone a su deudor. El rey no le pone ninguna condición: de entrada le perdona, simplemente conmovido por su súplica. Es después cuando el rey le retrae que no haya tratado a su compañero de la misma manera que él ha sido tratado por el rey, y es entonces cuando le vuelve a pedir cuenta de la deuda, que había ya le había sido perdonada.
Es una cuestión muy importante y delicada. El que no perdona a su deudor, no sólo pone en peligro su propio perdón actual, sino que puede estar resucitando los fantasmas de antiguas culpas ya perdonadas, y queda atrapado en la tortura sinfín de sus propios pecados, de sus propios miedos, de sus propias culpas. Se coloca él sólo en una situación de infierno actual, tal como el Catecismo afirma, que el cielo y el infierno son realidades que empiezan ya a vivirse ahora.
En cambio, ¡cuán reparadora es la misericordia! Devuelve al hombre su dignidad perdida a causa de sus propias deudas. El primer gesto de misericordia, lo tiene Dios con cada uno de nosotros. Reconocerme como pecador y como perdonado, es la única fuente capaz de darme las fuerzas que necesito para perdonar de todo corazón cualquier ofensa que me hagan.
¡Qué grande es el sacramento de la Penitencia! Dios no me pide más que mi sincero arrepentimiento y un certero propósito de enmienda, y me devuelve a la dignidad perdida de amigo de Dios. ¡Cómo nos ennoblecen los ejemplos de verdadero perdón! ¡Qué grandes se nos aparecen a los ojos del alma los que, por encima de todas las razones y valoraciones humanas, saben perdonar siempre!
Cuando notes que te cuesta perdonar, ponte delante de un Crucifijo, y te darás cuenta de que tu indignación por la ofensa de tu hermano, no es más que orgullo y soberbia hinchada, porque mucho más ha recibido el Señor en su propio ser por tu culpa, y está dispuesto a perdonártelo todo, desde el momento que se lo pidas.
Nadie como Santa María, al pie de la Cruz, “tiene derecho” a retraernos el mal que nuestras culpas han hecho a su Hijo santísimo, fruto de sus entrañas. Y en lugar de eso, ella es para ti i para todos los hombres Madre nuestra, Reina i Madre de Misericordia.