Ageo 1, 1-8; Sal 149, 1-2. 3-4. 5-6a y 9b ; san Lucas 9, 7-9

Voy a terminar, espero que con éxito, mis primeras veinticuatro horas sin tabaco. Lo peor de dejar de fumar no es el echar humo ni cosas de esas, lo peor es lo lentísimo que pasa el tiempo, cinco minutos son una eternidad que no se termina nunca y piensas en el cigarrito en el cenicero y el humillo haciendo caprichosas formas. Además descubres la cantidad de gente que fuma y que nunca te habías fijado en ellos. Pero bueno, habrá que pasar un día más.
“A Juan lo mandé decapitar yo. ¿Quién es este del que oigo semejantes cosas?.” Como uno que no puede fumar ve cigarros por todas partes, Herodes veía a Juan por todos los sitios. Sabía que había hecho mal y le remordía la conciencia.
Es curioso lo de la conciencia. Muchos psicólogos, y muchos más “psicologuillos,” pretenden borrar los remordimientos de conciencia, se levantan en santa cruzada contra el sentimiento de culpa. “Vive al día, cada instante, sin preocuparte del futuro, sin aprender del pasado y sin pensar en las consecuencias de tus actos. Se autónomo hasta de tu propia historia.” Y acaban como el virrey, “sin saber a qué atenerse,” escondiendo bajo una capa de cinismo y destrozándose día tras día la vida por no encontrarse en el futuro con su pasado.
Pero la conciencia también puede hacer una especie de silencio voluntario, de olvido de aquellas cosas que nos incomodan. “Este pueblo anda diciendo: Todavía no es tiempo de reconstruir el Templo.” Estaban tan cómodos, después de haber regresado del exilio, en sus casa nuevas y cómodas, con costumbres aprendidas de los pueblos extranjeros y, a Dios, el Dios que los libró, olvidado. “No era tiempo aún de hacer el Templo.” Entonces alguien como Ageo debe dar un aldabonazo a nuestra conciencia, quitarle esa capa de comodidad que la envuelve y descubrir lo verdaderamente importante, al verdaderamente importante.
Los hijos de Dios no debemos vivir como Herodes, con sentimiento de culpa que nos persiga durante nuestra vida. Nosotros conocemos la Misericordia infinita de Dios. Nos arrepentimos de corazón. Procuramos reparar el daño ocasionado, pedimos perdón en la Confesión y palpamos el amor de Dios, su perdón y aprendemos a tratar a los demás con la misma misericordia.
Tampoco dejamos que en nuestra conciencia se vaya acumulando el polvo y la rutina. El cristiano es el enamorado. Todo -como ahora me pasa a mí con el tabaco-, nos recuerda a Cristo. ¿Cómo vivir sin construirle una casa? ¿Cómo pasar por delante de una Iglesia sin entrar a saludarle? ¿Cómo pasar un domingo sin la Eucaristía? ¿Cómo empezar el día sin ofrecérselo, o terminarlo sin darle gracias por todo lo que hoy hemos realizado?. Puede parecer exagerado, pero nunca más exagerado de lo que Dios piensa en nosotros.
Ni escrupulosos, ni laxos, pero sabiendo que no podemos situarnos a más distancia que el amante de su amado. No podemos mirar a Dios como si fuese un “problema lejano.”
María te ayudará a mirar a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo con cariño, a unirte a Él de verdad, en conciencia, y a vivir y actuar como hijo suyo. Me voy a no fumar otro cigarrito.