Ageo 1, 15b-2, 9; Sal 42, 1. 2. 3. 4; san Lucas 9, 18-22

Celebramos hoy la memoria de un santo de nuestro tiempo: San Pío de Pietrelcina. Un santo que, sin duda y sobre todo en Italia, mueve a devoción a miles de fieles. Un santo en cuya vida descubrimos lo extraordinario (revelaciones privada, bilocaciones, …), en medio de la sencilla vida de un convento franciscano de un pequeño pueblo. Dios es así, no se sujeta a nuestras “preferencias.” En una época en que todo se explica, se estudia y analiza para dar una respuesta racional y “lógica,” Dios hace suya la “lógica” y hace surgir la “Ilógica” en un pequeño fraile de un pequeño convento.
Cuando el Padre Pío quería pasar desapercibido (su vocación era a la vida conventual), el Señor le concede durante cincuenta años los estigmas, las marcas de la Pasión, que no puede esconder. Ser en vida una especie de “atracción de feria,” y vivir centrado en Dios, en la caridad, en la oración y la obediencia “heroica” a la Iglesia es el mayor de los milagros.
“El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día.” El Señor a veces puede dejarnos vislumbrar lo que llamamos “extraordinario.” A veces los hombres lo buscamos afanosamente. Pero nuestra fe es en Cristo, el despreciado, el varón de dolores, ante quien se vuelve el rostro. La santidad del Padre Pío no está en los estigmas, sino en haberse unido de manera extraordinaria a la Pasión de Cristo, en repudiar firmemente el pecado y en su amor a la Eucaristía y al sacramento de la Confesión. Lo menos importante, lo que no cuenta, son los estigmas. Lo realmente importante era su apasionada pasión por la Pasión de Cristo y, agradecer con su vida, la redención.
Mañana también escucharemos en el Evangelio el anuncio de la pasión. Tal vez nos pase como hoy, como tantas veces, que lo escuchemos como algo ya sabido. Lo oigamos casi sin darle importancia e incluso con el pensamiento y el corazón en otras cosas, puede incluso que buenas y santas, pero realmente intrascendentes. ¿Te imaginas al Padre Pío mirándose y recreándose en los estigmas mientras consagraba el Cuerpo de Cristo entre sus manos?. ¡No! Su corazón y su mente estaría con Cristo en la cruz. Seguramente, Dios lo quiera, el Señor no nos conceda el don de los estigmas, ni la bilocación, ni la claridad de juicio, ni ningún don que “llame la atención.” ¿Para qué? El Señor nos ha dado ya el don de la fe, nos ha abierto las puertas del cielo con su nacimiento y nos ha hecho amigos de Dios con su muerte en cruz y resurrección. ¿Te parece poco?.
El Señor a veces nos hace intuir lo extraordinario para decirnos: “Ánimo, pueblo entero, a la obra: que yo estoy con vosotros.” Pero nuestro “extraordinario” está en al amor diario a Cristo el Señor en cada cosa que hacemos, en esa apasionada pasión por la Pasión, en ese comenzar una y mil veces cada día, … Lo mismo que hacía el Padre Pío, aunque eso llamase menos la atención.
Mira la vida de la Virgen, esa es nuestra vida extraordinaria. ¡Ánimo!.