Malaquías 3, 13-20a; Sal 1, 1-2. 3. 4 y 6; san Lucas 11, 5-13

“Dios no fracasa. Al final, triunfa, triunfa el amor”. Estas palabras del Papa Benedicto, dictadas el pasado domingo, nos dan idea de la fuerza con que el Santo Padre quiere invirtarnos a salir de la resignación o la indiferencia. El marco en el que nos desenvolvemos es en verdad agobiante. No solemos ver gente entusiasta o animosa con ganas de hacer cosas con sentido. Más bien nos movemos en la periferia de muchas actividades, a las que denominamos urgentes o necesarias, pero que al terminar el dia no suponen un añadido serio a nuestra condición de personas. Llegamos a casa, después de horas de trabajo, y no queremos que nos molesten porque venimos cansados. Que el hijo inoportuno me venga con los deberes del colegio, o que la esposa me pida atención, parece excesivo y egoísta por parte de ellos. Sin embargo, si tuviéramos la valentía de hacer un mínimo examen de cómo han transcurrido esas horas laborables, seguro que llegaríamos a la conclusión de que los egoístas somos nosotros. ¡Sí!, nos agobiamos porque no vemos resultados, o porque consideramos a otros en mejor situación que la nuestra, a pesar de que hemos puesto mayor empeño y esfuerzo, y además somos más “buenos” que ellos. Nos agobiamos, en definitiva, porque seguimos pensando que uno es el que ha de triunfar (y ese uno a ser posible hemos de ser nosotros), mientras que los demás son los que han de rendir pleitesía ante sus juicios y decisiones.

El agobio nos lleva a esgrimir las mismas quejas que aparecen en la lectura de Malaquías de hoy: “No vale la pena servir al Señor; ¿qué sacamos con guardar sus mandamientos?; ¿para qué andamos enlutados en presencia del Señor de los ejércitos? Al contrario: nos parecen dichosos los malvados; a los impíos les va bien; tientan a Dios, y quedan impunes”. Todo esto que nos produce desasosiego es síntoma de algo mucho más profundo. ¿No hemos dicho que Dios nunca fracasa?… Por tanto, la confusión viene de someter a Dios a nuestros “cortos” criterios, porque poseemos unas orejeras enormes que nos impiden ver más allá. El triunfo de Dios se alza sobre una Cruz, y es su Hijo quien ha dado la bofetada final al agobio y a la desesperación. ¡Fíjate!, aquellos que pedían al crucificado que hiciera el milagro de bajar del patíbulo, eran los mismos que, después de la multiplicación de los panes y los peces, querían coronarlo rey. Criterios humanos, ¡tan humanos, que hacen diluir lo divino en el fango de la arrogancia y la idolatría!

¿Te cuesta sonreír cada mañana al “enfrentarte” al espejo donde intentas despejar esas legañas nocturnas?… No son más que criterios humanos. Eres tú el que has de transformar eso de humano que tanto te molesta, y te toca vivir, en sintonía divina. ¡Adelante! Y no me vengas con excusas de que ya eres mayor, tienes tal enfermedad, o que prefieres dejarlo para el día siguiente. ¡Cristo lo ha redimido todo!, absolutamente todo. Dejarse querer es apuntarte al nuevo triunfo de Dios en esa carga de profundidad que pones de amor en cada detalle de tu existencia… y dejarás de llamarlo agobio.

“Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”. Tras cada uno de tus pequeños (o grandes) fracasos se encuentra el gran triunfo de Dios. Nunca lo olvides. Por eso es tan necesaria la oración. Para recordarnos, una y otra vez, a quién verdaderamente nos debemos. ¿No atisbas la sonrisa de María, tu Madre, que con ternura seca el sudor de tu frente?… Ella te enseñará a descansar en Él, y ya nunca le dejarás.