san Pablo a los Romanos 3, 21-30a; Sal 129, 1-2. 3-4. 5 ; san Lucas 11, 47-54

Ayer me preguntaban el por qué de tantos desastres naturales que llevan produciéndose en tan corto tiempo. Esta pregunta parecería sin importancia si no fuera porque mi interlocutor, una persona no precisamente muy creyente, apelaba a razones sobrenaturales. La reflexión iba en la línea de considerar si Dios era capaz de mostrar su enfado a través de cataclismos. En primer lugar, habría que interrogarse acerca de los enojos de Dios. ¿Puede el Todopodoreso, el Omnipotente, que es, a la vez, el infinitamente Misericordioso y eterna Bondad, mostrar sus contrariedades por el comportamiento del hombre? Claro, que en toda esta argumentación hay una segunda consideración (punto de partida, diría yo) realmente curioso, y que hasta los no muy religiosos también reconocen: los seres humanos nos portamos mal. Da la impresión de que, independientemente de todo sentimiento ecologista (el maltrato que hacemos a la Naturaleza con tanto abuso industrial), hay otro elemento que nos afecta más personalmente: la moralidad de nuestros actos y su repercusión en nuestro entorno.

“Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así infundes respeto”. El salmo de hoy nos da una pista verdaderamente importante. El pecado es fuente de confusión, y su incidencia no sólo tiene secuelas interiores, sino que va más allá. Una de las cuestiones que se estudian en Teología es que Dios actúa a través de las causas segundas. Dios, causa primera de todas las cosas (Creador de cielos y tierra, decimos en el rezo del “Credo”), se deja vislumbrar a través de los acontecimientos ordinarios. Y esto no significa otra cosa, sino que todo tiene una finalidad y un orden inscrito en lo más íntimo de la Nauraleza. Sin embargo, la libertad que también ha sido querida por Dios para el hombre, puede alterar ese orden hacia otra disposición: el pecado. Y como el hombre forma parte de la Naturaleza, ésta puede verse alterada con su comportamiento.

Hace unos días se estrenó un nuevo programa en una televisión católica española que lleva el nombre de “El ojo del Huracán”. Precisamente se interrogaban acerca de por qué seres inocentes eran sometidos a los desastres de huracanes y terremotos. Está claro que Dios no quiere el mal para nadie. El mismo san Pablo lo dice claramente: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. Pero, por la misma razón, Dios nunca va a contradecirse a sí mismo negando la libertad del ser humano, que repercute en esas causas segundas queridas por el Creador. En ese mismo programa televisivo se entrevistaba a un padre que había perdido a su hija en el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York. Fue un testimonio valiente y conmovedor. Además de no guardar rencor hacia los terroristas, apelaba a la sabiduría de Dios que, en último término, es el que sabe el por qué de las últimas consecuencias de todos nuestros actos. Un hombre creyente diría que la Providencia es la razón de nuestro destino.

Jesús, en el Evangelio de hoy, vuelve a arremeter conta los fariseos, esos mismos que buscaban su muerte. También podía, gracias a su poder, aniquilarlos en un instante, pero no fue así, sino que incluso murió en la Cruz a causa de nuestros pecados. Decía un santo sacerdote que “del que tú y yo nos portemos bien dependen muchas cosas buenas”. ¡Es verdad! Sólo podemos entender un mundo más justo y solidario si no le volvemos la espalda a Dios, y buscamos hacer el bien a los demás… La Virgen te ayudará a poner por obra esos deseos de sembrar paz y alegría que llevas en tu corazón… Es como prolongar indefinidamente ese “ojo del huracán” en donde el desastre y la desolación parecen mantener una larga tregua.