Eclesiástico 15, 1-6; Sal 88, 2-3. 6-7. 8-9. 16-17. 18-19 ; San Mateo 11, 25-30

Algo que resulta difícil es hablar acerca del poder. Todos, de una manera u otra, estamos en contra de los que oprimen a los demás, de los que utilizan un autoritarismo sin medida, de los que se manejan en círculos de influencias… Pero, y este es el problema, cuando somos nosotros los que nos encontramos en situación de poder influir, mandar o “controlar”, entonces la cosa cambia. Ya encontraremos las sutiles justificaciones para decir: “No queda otro remedio”, “es mi obligación”, “otros se aprovecharían más que yo”, “ya me gustaría que estuvieras en mi lugar”… Y no estoy hablando de estar situados en altas esferas de influencia social o económica. Cualquiera, en la situación que se encuentre, siempre buscará su parcela de poder (la familia, la vecindad, un grupo de amigos, una parroquia…), y siempre pondrá los medios para que sea su juicio el que prevalezca y el que determine una acción concreta. Ahora bien, no estoy diciendo con todo esto que el poder, en sí mismo considerado, sea algo malo, por lo que hemos de interrogarnos más bien es acerca de cómo se emplea y cuál es su finalidad.

Una distinción clásica es la que se hace entre poder y autoridad. Mientras que el primero parece aludir al empleo de la fuerza o la ideología sin más, con un matiz claramente político o económico, el segundo tiene una connotación distinta: apunta a ese ejercicio del poder reconocido por todos, ya que por el comportamiento del que lo ostenta merece el respeto de los demás. El Evangelio nos dice, en varias ocasiones, cómo se admiraba la gente de Jesús, “porque enseñaba como el que tiene autoridad”. Jesús tiene autoridad y la ejerce, pero no en provecho propio, sino como enviado por Dios Padre para alcanzar nuestra salvación. Y lo admirable es que ese poder lo hace desde el anonadamiento y la humildad, ¡para servir!, pero dejando claro siempre “quién es el que manda”.

Así pues, el Señor es muy explícito: “Todo me lo ha entregado mi Padre”. Cuando Jesús dice “todo”, quiere decir “todo”, y aquí no valen excepciones de ningún tipo. Decir que Jesucristo es Señor de la Historia no es una condecoración por los “servicios prestados”, sino que estamos hablando del Hijo de Dios, segunda persona de la Santísima Trinidad, que está sentado a la derecha del Padre, y que vendrá a juzgar a vivos y muertos. Lo curioso es que, en este mundo en el que vivimos, los que critican a Dios porque no soportan haber sido creados por Él (y, por ende, dependientes de Él necesariamente), son los que en nombre de una supuesta libertad, ejercen la tiranía sin escrúpulos de ningún tipo y, además, con el consentimiento de la democracia. No voy a meterme en política porque no es mi papel, ni me corresponde, pero lo que sí hay que decir, alto, claro y fuerte, es que sólo Cristo tiene el poder para “atar y desatar”, y ese poder lo ha depositado en su esposa la Iglesia (por supuesto que estamos hablando en todo aquello que concierne a la salvación de las almas. El problema es que muchos de nuestros políticos se han “metido” a “diosecillos”, y pretenden denominar “vida” a lo que es muerte, y natural a lo que va en contra el orden querido por Dios, y que está inscrito en la misma naturaleza de las cosas).

“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. Sólo los mansos poseerán la tierra, tal y como Jesús declarará en las Bienaventuranzas. Él, que es maestro de mansedumbre, nos invita a descansar en su Corazón, humano y divino, y seguirle es la mejor de las motivaciones para dar sentido a nuestra existencia. No podemos quedarnos en “tú mandas más… yo mando menos”… Si Jesucristo nos adelantó, dando su vida por nosotros en la Cruz, también nosotros debemos ser los primeros en servir a los demás, aunque tegamos que llamarlo Cruz (y con resignación). Sin embargo, mirando a la Virgen podremos aprender de ella el ir prontos, y sin mala cara, a estar junto a su Hijo, y lo que llamamos “no me queda otro remedio”, quedará transformado por un acto de amor.