Isaías 45, 1. 4-6; Sal 95, 1 y 3. 4-5. 7-8. 9-10a y e ; san Pablo a los Tesalonicenses 1, 1-5b; san Mateo 22, 15-21

“En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta”. Así empieza el Evangelio de este domingo: mostrándonos las malas intenciones con que a veces los hombres se acercan al Señor. Planteamientos de la vida en los que se presentan las cosas de tal modo, que parece que no haya más remedio que elegir entre seguir al Señor, que sería lo absurdo, lo equivocado, lo que es propio de reprimidos; o no seguirle, que sería lo lógico, lo intelectualmente más elevado, lo políticamente correcto.

A veces, estas personas, también plantean esta dicotomía en términos que podríamos denominar más actuales, es decir, elegir entre lo moderno, progresista, que sería donde se colocan ellos y donde, obviamente, no estaría Dios mientras que en el otro lado, colocarían lo antiguo, lo pasado de moda, lo retrógrado, y ahí sí que estaría Dios y sus seguidores, es decir, los cristianos.

Una vez planteada así la cuestión, la maldad continúa, pues además, si seguimos leyendo el evangelio, observamos un modo sibilino de presentar las cosas “a la opinión pública”; un modo de acercarse a la cuestión que se plantea de forma engañosa: “Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?”

La gente normal, la Iglesia, quien no es retorcido se da cuenta de este modo de proceder: más que resolver la duda, lo que están deseando es atacar a Jesucristo o a su Iglesia. El problema que plantean es real. Lo que se pone sobre el tapete puede ser que exista de verdad -la pobreza de los pueblos, la pederastia, el nacionalismo, los terremotos o los huracanes–, pero de todos estos aspectos lo que realmente les interesa es “pillar” a Dios, que se vea “qué mala es la gente de iglesia”, qué error tan grande esa enseñanza de la Iglesia que es antigua, que ya no se lleva, que está pasada. Esto es lo que se quiere demostrar, no resolver las dudas.

En una palabra: van a extraer del “saco de la actualidad” lo que sea para lograr echar en cara a la Iglesia “lo malo que es su Dios”, lo malo que son sus fieles.

Por eso, es muy difícil convencer a esas personas, porque la solución a lo que preguntan o lo que desean saber, “ya los saben de antemano”, que es querer hacer daño, intentar disolver la verdad, criticar, corroer, destruir. Por eso Jesús, “comprendiendo su mala voluntad” (nos dice el Evangelio de hoy) ante esa pregunta que no busca la verdad ni salir de una duda para hacer el bien, contesta inmediatamente: “hipócritas, ¿por qué me tentáis?”

No entramos en que quienes muchas veces atacan así, sin piedad, a Jesucristo o a su Iglesia, no tienen, al menos, una virtud que es resumen de todas, la virtud de la caridad. Nos podemos fijar más, en cambio en algo que sí brilla por encima de todo: su soberbia. Estos “encuestadores” tienen una finalidad distinta de la de ayudar a resolver los problemas de la sociedad y, desde luego, no es la misma que la que quiere Jesucristo y su Iglesia. Hemos de pedir al Señor, pues, que nos dé ese punto de discernimiento para no dejarnos engañar, ni quedarnos atónitos o sobresaltados ante determinadas noticias en la prensa o en la televisión que sólo buscan, muchas veces, hacer daño, escandalizar, dispersar el rebaño de Jesucristo.