san Pablo a los Romanos 6, 12-18; Sal 123, 1-3. 4-6. 7-8 ; san Lucas 12, 39-48

Algo que los hombres deseamos siempre es que no nos engañen, que no nos roben lo que es nuestro y quizá nos ha costado conseguir con tanto esfuerzo. Desgraciadamente siempre hay gente “amiga de lo ajeno”. Por eso todos procuramos estar atentos a las cosas que tenemos y sacamos a relucir llaves, cerrojos, alarmas, compañías de seguridad que proliferan por doquier, y salen al paso de esta natural preocupación nuestra.

Partiendo de esta natural protección de la propiedad privada, el Señor hace una afirmación admitida por todos: “comprended que si supiera el dueño de la casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete”.

Por supuesto el Señor, como siempre, apoyándose en una tendencia natural del hombre, no va a quedarse en una enseñanza meramente práctica del cuidado de la casa y de los enseres materiales. Enseguida nos hace elevar nuestra mirada hacia arriba -“buscad las cosas de arriba”, repetirá San Pablo-, las cosas realmente importantes. Por eso, añade enseguida el Señor: “lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”. Lo importante -nos dice el Señor- no es que te roben unos dineros o unos bienes materiales, sino que hemos de estar alerta para que nadie “nos robe el alma”, que venga el pecado y nos “robe” el amor de Dios.

La primera enseñanza que sacamos es trasladar las inquietudes naturales, humanas, esas inquietudes normales que nos alegran o preocupan en nuestra vida ordinaria y trasladarlas a lo sobre-natural.

Un padre tenía dos hijos, a los que les pide que vayan a su viña a trabajar, uno dice que sí y no va, el otro dice que no, pero luego se arrepiente y va ¿Quién de los dos cumplió? Preguntará el Señor. Y concluirá que igual con Dios, aunque a veces digamos que no, si cambiamos, lo hemos hecho bien.

Una mujer está barriendo y se encuentra una moneda ¿Qué hace? Se alegra, llama a las vecinas, y hace fiesta por el hallazgo. Igual con las cosas de Dios, cuando en nuestro “barrer” diario encontramos la moneda de la Eucaristía, por ejemplo, que nos enriquece y nos llena de alegría, si queremos cada día, hacemos una fiesta, y no ocultamos nuestra asistencia a la Misa sino que lo anunciamos gozosamente a nuestras amigas y vecinas.

Y un hombre ve algo que brilla y se acerca y descubre que es un tesoro, pero aquellas tierras no son suyas ¿Qué hace para quedarse con el tesoro? Va y vende cuanto tiene y compra aquel campo y así ¡ya es suyo el tesoro! El tesoro de la fe, de la vocación; o al descubrir que “adquiriendo” el sacramento de la reconciliación nos hacemos con el tesoro de la gracia de Dios, seguro que acudiremos con más premura a pedir perdón a Dios por nuestros pecados; venderemos lo que sea por “adquirir” la amistad perdida con un amigo.
Bien sabéis que la predicación del Señor es prácticamente una constante enseñanza de cómo podemos trasladar a lo sobrenatural lo humano, o dicho de otro modo, divinizar lo humano, porque es verdad aquello que todos conocemos y que tanto gustaba repetir a Santa Teresa de que “Dios está entre los pucheros”.