Malaquias 1, 14-2, 2b. 8-10; Sal 130, 1-3; san Pablo a los Tesalonicenses 2, 7b-9. 13; san Mateo 23, 1-12

Ya llevo unas semanas sin Vicario Parroquial, sólo cuento con la ayuda de un sacerdote jubilado que, gracias a Dios, es mucho más santo que yo. Cuando ves todas las tareas de la parroquia que hay que sacar adelante puede, en primer lugar, entrarte el agobio. Afortunadamente hace años que no sé lo que es un día libre fijo, por lo que no lo echaré de menos. Pero cuando hay tantas cosas que hacer, seguro que cada uno de vosotros también está ocupadísimo, tenemos que pararnos y no plantearnos qué hay que hacer, sino sobre todo, cómo hay que hacerlo.
“Si no obedecéis y no os proponéis dar gloria a mi nombre, -dice el Señor de los ejércitos- os enviaré mi maldición.” Son duras las palabras del profeta Jeremías, pero ciertísimas. El Señor no ha hecho de nuestra vida una carrera de obstáculos (como la gymkhana que en estos momentos están haciendo los niños de mi parroquia), a ver quién consigue ganar mas puntos. Dios no nos va a pedir una lista de la cantidad de cosas que hemos hecho. Nos preguntará cómo las hemos hecho y por qué -por Quién- las hemos hecho. Es muy fácil hacerse un “profesional” de Dios. Los letrados y los fariseos estaban tan ocupados en hacer ver que ellos eran los representantes de la ley de Dios que se les olvidaba quién es Dios: “Pues yo os hago despreciables y viles ante el pueblo, por no haber guardado mis caminos, y porque os fijáis en las personas al aplicar la ley. ¿No tenemos todos un solo Padre?.” Los cristianos, no sólo los sacerdotes, tenemos el mismo peligro: olvidarnos de Dios para anunciarnos a nosotros mismos. Cuando veo tanta división entre los católicos, tantas críticas en “blogs” y tanta descalificación (es asombrosa lo rápido que se está perdiendo la caridad en las relaciones humanas), pienso en el hombre al que di la Unción de enfermos hace unos días y en sus lágrimas cuando confesaba los pecados de su vida, que veía se le apagaba, lágrimas que también era de agradecimiento por los dones que le había dado Dios. También pienso en ese hombre, hecho y derecho, que lloraba como un niño pidiéndome oraciones por su hijita que tiene un tumor en la cabeza (pedir también vosotros por ella, por favor). Pensando en esas personas te das cuenta que no puedes perder tu vida en discusiones sobre si el Obispo ha dicho o ha dejado de decir, si me ha mirado o no me ha mirado o sobre si mis opiniones teológicas son mejores que las del otro. ¡Qué pérdida de tiempo!…¡y tenemos tan poco!. ¿Piensas que esas tonterías se las puedes presentar al Señor?. “¡Me he pasado la vida criticando a la Iglesia!” le dirás al Señor y el te contestará: “¿Y qué? ¿No te has dado cuenta que el Salvador es mi Hijo, no tú?.”
Hacer las cosas para la gloria de Dios. Eso es una revolución del verbo hacer. En nuestro activismo podríamos pensar que el enfermo, el niño, el contemplativo son personas que no hacen nada. Pero si ofrecen su vida para la gloria de Dios son los más activos de la Iglesia y del mundo, su vida es un tesoro preciosísimo para Dios y para nosotros. Tal vez pienses que cada día que llegas al trabajo (hoy espero que no, es Domingo), entras en la misma rutina de siempre, perdiendo ocho horas de tu vida sin hacer algo realmente importante. Sin embargo, si trabajas, y trabajas bien, por la gloria de Dios, dará igual que estés en el mundo de las altas finanzas o desatrancando tuberías, tu vida será preciosa a los ojos de Dios. Tal vez a muchos tu vida les parecerá gris y monótona, pero a los ojos de Dios -que son los únicos que importan-, será una vida apasionante, pues te unes a la pasión de Cristo y estás, con Él, redimiendo al mundo.
Estamos terminando el mes del Rosario. Tal vez sea buena cosa que nos planteemos cómo estamos rezando el Rosario a nuestra Madre la Virgen. Nos puede parecer rutinario, aburrido, siempre igual, pero si intentas rezarlo diciéndole al Señor que quieres poner la misma piedad con la que rezaría la Virgen y los santos verás que cada avemaría es un acto de amor. Así en todo, ¡a mayor gloria de Dios!.