Sabiduría 1, 1-7 ; Sal 138, 1-3a. 3b-6. 7-8. 9-10 ; san Lucas 17, 1-6

Numerosos obstáculos se interponen entre yo mismo y este comentario. Aprove-cho este rato para terminar la mudanza de un piso a otro. El ordenador no ha querido pasar los datos del antiguo al nuevo. No tengo procesador de textos y no me ha dado tiempo a ponerme a instalar programas. Al teléfono móvil le estoy dando un repaso y no puedo disponer ahora de los teléfonos para llamar y que escriba otro hoy. Espero haber configurado bien la cuenta de correo electrónico o, cuando acabe de escribir, no podré mandarlo. El mayor obstáculo es detenerse y leer tranquilamente las lecturas de hoy y que no te tiemble el pulso para teclear el comentario. «Tened cuidado.» Las advertencias del Señor erizan el cabello. Cuando Jesús nos dice que tengamos cuidado no está advirtiéndonos de que podamos coger la gripe (por muy aviar que sea), ni que tal vez podamos sufrir alguna decepción. Nos está hablando de lo que realmente debería ponernos alerta: la condenación eterna. «¡Venga ya! ¡A estas alturas de la vida y con esas mamarrachadas!.» Pues sí. Creo que al hombre moderno, demasiado ocupado en actualizar la firmware de su ordenador portátil, se le ha olvidado que en esta vida se juega «el portátil» (es decir, el trasero). Tanto mirar hacia abajo, hacia sí mismo, que no es capaz de mirar ni alrededor ni hacia arriba. «Al que escandaliza a uno de estos pequeños, más le valdría que le encajaran en el cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar.» Menudo panorama para tanto frívolo y descerebrado que se mete en los hogares por la televisión y político (que piensa más en su cuenta bancaria que en la «polis»), que están consiguiendo que los niños no tengan infancia, los jóvenes se olviden de amar y los adultos vivan desencantados. Alguno se preguntará: «¿Y los eclesiásticos?» Con mayor motivo deberíamos no provocar escándalos pues hemos entregado la vida al único que es capaz de calmar la sed del corazón humano. «Auméntanos la fe» es la petición de los apóstoles ante estas palabras del Señor. Esta ha de ser nuestra petición diaria y constante: «Auméntanos la fe.» Algunos piensan que la fe es como un don mágico, como la capacidad de volar de Peter Pan ayudado por Campanilla, y que sirve para «ciertas cosas,» pero en el día a día no se puede vivir de fe. Nada más lejos de la realidad. La fe empapa toda la vida como la sangre riega todo el cuerpo. La fe nos ayuda a descubrir la altura y la profundidad de toda nuestra vida y de todos nuestros actos, «porque el espíritu del Señor llena la tierra y, como da consistencia al universo, no ignora ningún sonido.» A veces podemos pensar que la fe es el grito de lo extraordinario, de lo que se sale de lo normal, pero la fe se descubre en el susurro de lo cotidiano. La vida de un hombre de fe no son quince horas diarias de oración, la vida de un hombre de fe es esa sonrisa en los momentos difíciles, esa palabra de aliento al abatido, ese trabajo bien hecho en medio de tanta chapuza, esa obra de caridad que nunca será conocida, ese perdón concedido sin resentimiento, esa visita al Santísimo que nos frena en las carreras del día, en definitiva, esas cosas pequeñas que componen nuestra jornada. No pienses que cuando el Señor habla de escándalos está hablando de hacer un strip-tease en la Gran Vía, está hablándonos de esos padres que nunca enseñan a rezar a sus hijos, de esos que se llaman cristianos y maltratan a los que están a su alrededor o tratan injustamente a sus empleados, de los que conviven con el pecado sin denunciarlo, de los que se desesperan y enseñan que la vida no tiene sentido, de los que ocultan su fe por miedo al ridículo. No son «grandes» cosas, pero son grandes escándalos, aunque no salgan en la prensa. Por todo eso: «Auméntanos la fe.» No me puedo resistir, en estos tiempos revueltos, a transcribir las primeras palabras del libro de la Sabiduría que hoy escuchamos: «Amad la justicia, los que regís la tierra, pensad correctamente del Señor y buscadlo con corazón entero. Los razonamientos retorcidos alejan de Dios y su poder, sometido a prueba, pone en evidencia a los necios.» ¡Qué fácil es criticar a los políticos! (la verdad es que nos lo dejan sencillísimo), y no me gustaría estar en su piel el día que se encuen-tren ante el Señor. Pero piensa que tú y yo regimos nuestra vida, somos los políticos de nuestras acciones, y también nos toca buscar al Señor con corazón entero. No valen excusas, el día que nos decidamos a pedir humildemente la fe y a vivir según Cristo, comprenderemos que el Señor nos lo ha concedido. Volviendo al principio: «Tened cuidado.» Nadie, sino sólo tú, va a vivir tu vida, de nadie más tendrás que presentar cuentas. Mete a Dios en la entraña de todo lo que hagas, aún lo que consideres más banal o insignificante, y así te asegurarás de no escandalizar a nadie. pídele a la Virgen María que te ayude a descubrir y valora, cada día más, el don de la fe.