Sabiduría 2, 23-3, 9; Sal 33, 2-3. 16-17. 18-19; san Lucas 17, 7-10

Otro día de locos. La casa patas arriba (ya va pareciendo un hogar), el router se declara en huelga. Los niños de catequesis están enloquecidos, el teléfono móvil decide tomarse vacaciones por su cuenta y el comentario sin hacer. Para poner un poquito las cosas más complicadas usaré las lecturas de mañana (en Madrid es la fiesta de nuestra Patrona, Santa María la Real de la Almudena, así que hablaremos de nuestra Madre).
“Mire cada uno cómo construye. Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo.” Es curioso comprobar cómo el hombre tiende a querer ser su propio cimiento, como si una casa pudiese construirse sobre el aire. Cuando alguna cosa nos supera intentamos buscar su “secreto,” inventamos cábalas, misterios y secretos escondidos. A veces buscamos personajes misteriosos como los Templarios (misteriosos sobre todo para quién no ha leído en su vida un libro de historia, aunque sea pequeñito, ¡qué atrevida es la ignorancia!), e intentamos desprestigiar a los que parece son más felices que nosotros. Si no descubrimos misterios ocultos nos inventamos intenciones torcidas: “Ah, qué hará la Iglesia para tener tanto dinero, si comenzó en un portalillo.” A quien quiera saber el dinero de la Iglesia le mando el extracto de mi cuenta corriente, que soy tan Iglesia como el que más.
Nos encanta poner todo patas arriba. Hasta el Señor en el Evangelio pone patas arriba las mesas de los comerciantes y cambistas. Pero cuando el Señor pone las cosas patas arriba suele ser para enderezarlas: “No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.” Como para que la Iglesia no lo hubiera aprendido desde los comienzos.
¿Cuál es el secreto de la Iglesia? Muchos pensarán que está celosamente guardado en el Vaticano, custodiado por legiones de agentes secretos, mientras avezados espías intentan descubrirlo. Sin embargo el secreto de la Iglesia está bien a la vista: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?” Hace años que San Pablo lo dijo, y lo dejó por escrito, pero parece que hay muchos empeñados en no enterarse y prefieren inventar mil fábulas.
Tú lo sabes bien. Cuando estás en gracia de Dios y has dedicado el tiempo necesario a la oración, han surgido de ti unos cuantos actos de caridad que ni tú mismo te esperabas, en definitiva, has dejado que el Espíritu Santo actúe en tu interior, ¿a que te has sentido completamente renovado, todo parece nuevo, joven y tienes ganas de comerte el mundo?. Ese ha sido siempre el secreto de la Iglesia. Personas, conocidas o anónimas, que se han entregado completamente a lo que Cristo les pedía. Desde su matrimonio, su vida consagrada, sus muchos o pocos años, han dicho sí al Espíritu Santo de Dios, el “celo de su casa” les devoraba. Esa es una fuerza imparable, pues no es nuestra, sino de Dios. Tiene esa fuerza del agua de la que nos habla el profeta Ezequiel que sanea las aguas salobres y da vida allá por donde pasa. (Hace un año escribía este comentario y seguimos sin trasvase a la “comarca levantina”). Si de verdad vivimos como templos del Espíritu Santo no nos hará falta ningún código misterioso, habremos encontrado el misterio de la Iglesia: vive del Espíritu Santo.
La Virgen María no perdió su vida en poner todo patas arriba buscando misterios escondidos. Lo que no entendía, pues Dios nos supera, lo guardaba en su corazón y al gran Misterio de la Iglesia le había dado el pecho. Pídele a ella que tengamos también ese profundo conocimiento del misterio de Dios.