Ezequiel 47, 1-2. 8-9. 12; Sal 45, 2-3. 5-6. 8-9 ; san Pablo a los Corintios 3, 9c-11. 16-17; san Juan 2, 13-22

Como decíamos ayer hoy celebramos en Madrid a nuestra Patrona, Santa María la Real de la Almudena. Según la tradición, en el siglo XI, un frente de la muralla que rodeaba Madrid cayó al suelo y, detrás de los ladrillos, apareció la imagen de la Virgen que unos cristianos piadosos habían escondido durante la ocupación musulmana. Flanqueaban a la Virgen dos velas encendidas, que me gusta pensar significan que la Virgen no dormía, velaba desde ese escondite, por cada uno de sus hijos de Madrid.
Estos días tenemos en la parroquia una imagen de la Virgen peregrina de Fátima. Ya han sido cincuenta familias las que se han ofrecido para abrirle su casa y pasar una hora de oración en compañía de nuestra Madre. ¿Por qué la Virgen atrae a tantas personas piadosas?. ¿Por qué cuando alguien se aleja de la Iglesia lo primero que hace es renegar del culto a la Virgen?. ¿Por qué tantos que vuelven a la Iglesia es de la mano de María?.
“Junto a la cruz de Jesús estaba su madre.” ¿Te puedes imaginar a la Virgen mirando a Cristo crucificado?. Ella que había visto nacer al Salvador del mundo, que contemplaba como crecía y se hacía un hombre, ella contemplaba ahora el cuerpo desfigurado de Jesús, “gusano que no hombre.” El dolor sería infinito, pero estoy convencido que ella seguía contemplando la belleza de Cristo (¿hay algo más bello que la entrega por amor?), y descubría la radical fealdad del pecado. Al pie de la cruz la Virgen miraba a su Hijo con un amor infinito, y miraba las consecuencias del pecado que, tantas veces, nos tomamos a la ligera. Ella escudriña con su mirada lo que ni Juan, ni las santas mujeres, ni los soldados, ni los fariseos y sacerdotes y tampoco los apóstoles eran capaces de ver. “Todo lo hago nuevo.” El pecado había enseñado su verdadera cara y ya no podría esconderse tras la aparente debilidad de los hombres, pues tenemos toda la fuerza de Dios para vencerlo.
Por eso, ante la mirada de la Virgen, quien quiere apartarse de la verdadera fe se siente acusado, pues descubre su sinrazón. Y el pecador descubre la mirada amorosa de la Virgen, pues a pesar de que muchas veces podemos pensar, con falsa humildad, que no valemos en la lucha contra el pecado, cuando descubrimos que la Virgen nos mira vemos que en nosotros ve a Cristo. Y cuando buscamos con sincero corazón el acercarnos al Señor, ella nos descubre que está más cerca de lo que podríamos pensar, y nos ofrece ayuda y consuelo en nuestro caminar.
Ojalá aprendiésemos a mirar con la mirada de la Virgen. A descubrir la fealdad de los pecados (propios y ajenos), pero a saber que somos de Cristo desde nuestro bautismo y por eso descubrimos nuestro valor: toda la sangre de Cristo. La Virgen no juzga, eso lo hará su Hijo. La Virgen mira con la dulzura de la madre que sabe todas las posibilidades de sus hijos, que descubre lo oculto y nos hace ver lo que, a veces, ni nosotros mismos nos creemos. Detrás de un gran pecador descubre a un hijo de Dios, extraviado, pero hijo de Dios, capaz de amar y sentirse amado por Dios.
“Ahí tienes a tu madre.” ¡Cuantas veces tendremos que agradecer a Cristo esas palabras!. Hoy no vamos a pedirle ayuda a la Virgen, vamos a hacerla un regalo: quererla y tratarla cada día más, y ella nos lo agradecerá estando más cerca de Cristo, aunque sea al pie de la cruz.