Sabiduría 18, 14-16; 19, 6-9; Sal 104, 2-3. 36-37. 42-43 ; san Lucas 18, 1-8

Hoy despedimos en la parroquia a la imagen de la Virgen peregrina de Fátima. La pobre debe estar cansada, ha visitado unas cincuenta casas y algunos cientos de personas se han acercado a pedirle favores. ¡Siempre estamos pidiendo!. No está mal pues somos pobres mendigos ante Dios, pero a veces nuestra oración puede parecernos repetitiva e incluso a algunos les parece infructuosa: “Siempre pido lo mismo y Dios no me lo concede.”
“En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola.” Esta frase me ha traído de cabeza. En el Misal en el que leo las lecturas la frase “siempre sin desanimarse” aparece entre comas. Mi sufrido corrector haría una tesis sobre esto. Esa coma, tan pequeñita, cambia el sentido de la frase: con la frase entre comas no se entiende que sea necesario orar siempre, pero siempre que recemos tiene que ser sin desanimarnos. Si quitamos la coma, como aparece en la mayoría de las versiones, el Señor nos dice que es necesario rezar siempre y rezar sin desanimarnos.
Creo que a veces vivimos la oración con esa coma de más. Rezamos cuando “lo sentimos.” Esa necesidad de rezar puede venir por una desgracia, una necesidad perentoria, un estado de ánimo pasajero y, pocas veces, por una alegría. Así pueden pasar días, semanas, meses o años en que no tengamos esa “necesidad.” Tal vez cumplamos el expediente y musitemos alguna oración, pero sin dirigirnos a Dios. Eso no es lo que nos enseña Jesús.
Tenemos que quitar esa coma de nuestra vida. Es necesario orar siempre. Motivos no nos faltan. La oración no es sólo petición: es acción de gracias, es contemplación, admiración ante nuestro Dios: “Un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, tu Palabra todopoderosa se abalanzó, como paladín inexorable, desde el trono real de los cielos al país condenado.” La creación entera, los acontecimientos de nuestra sociedad, nuestra vida y la de los que nos rodean son motivo de oración.
A veces nos puede parecer que Dios no nos escucha, pero no dudes que Dios hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche. No nos dará largas.
El Evangelio de hoy termina con una pregunta inquietante: “Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?” Esperemos que sí. Gracias a Dios hay muchas personas que se retiran del mundo para dedicarse exclusivamente a orar incesantemente a Dios. Pero no podemos esperar que cuando venga el Hijo del Hombre tenga que ir de convento en convento. Esperemos que encuentre esa fe en las fábricas, en las oficinas, en las escuelas y universidades, en las familias, en los hospitales, en las parroquias, en tu casa y en la mía. Puede parecer imposible, pero es tan sencillo como quitar esa coma que sobra, cada cual sabrá cuál es la suya o tu director espiritual podrá ayudarte.
Así fue la vida de la Virgen, así es ahora la vida de nuestra Madre del cielo. Pidiendo incesantemente por nosotros, sus hijos. Únete a su plegaria y verás que no te faltan nunca motivos para orar sin desfallecer.