Proverbios 31, 10-13. 19-20. 30-31; Sal 127, 1-2. 3. 4-5; san Pablo a los Tesalonicenses 5, 1-6; san Mateo 25, 14-30

¿Cuántas veces no nos ha venido a la cabeza la idea de cruzarnos de brazos? Y, lo que es peor, ¿cuántas veces no hemos sido capaces de justificarlo? Vivir sin ver, sin oír y, sobre todo sin mover un dedo, está de moda. Hace poco me comentaban que en un autobús estaban robándole la cartera a un viajero. El resto de los ocupantes del vehículo no hicieron nada por impedirlo. Probablemente cada uno de ellos pensaría que era un mal inevitable y, muy seguramente, cuando todo hubiera pasado, se llevarían las manos a la cabeza.
Eso es lo que le pasa a nuestro personaje de la parábola de hoy que refleja muy bien lo que somos tú y yo. Recibió un solo talento y pensó “¿qué hago con tan poco?”. ¡Que solucionen los problemas del mundo los sabios, los ricos, los que tienen influencia! ¡A mí que me dejen en paz! ¡No puedo hacer nada!
Pensemos, además, que en esta parábola Jesús no se refiere sólo a los talentos materiales sino también a los espirituales, tanto naturales como sobrenaturales. ¡Qué cómodo pensar que los sufrimientos de la Iglesia son responsabilidad de los Obispos o de los curas! Mientras, nosotros, eso sí con la conciencia muy tranquila, nos limitamos a conservar mezquinamente la poca vida interior que tenemos.
En esta parábola, rica en significados, Jesús nos enseña que la vida de la gracia o se ejerce o se acaba perdiendo. El problema no es la cantidad. Si uno recibió cinco, dos o uno es accidental. Lo importante es que Dios te lo ha confiado a ti y con alguna finalidad. Sería una tontería detenerse a comparar las gracias singulares con que Dios ha regalado a cada santo. No importa si, en sus elevaciones, santa Teresa llegaba más alto que san Juan de la Cruz. Lo modélico de todos ellos es que correspondieron adecuadamente a los dones recibidos.
Y aún hay algo más. Cuando el amo reta al servidor vago e infiel, nos está recordando la importancia de los medios pobres. Sabemos que una persona postrada en su lecho por la enfermedad puede salvar almas, si une sus sufrimientos a los de la pasión de Jesús. Sabemos también que cuando la beata Teresa de Calcuta empezó a cuidar moribundos no contaba más que con la certeza de que Jesús la miraba desde los ojos del pobre y una confianza desmedida en la Providencia. ¡Hay tantos ejemplos así en la historia!
Poseer menos dones, (¿quién se atreve a hacer un gráfico de los mismos?), no es signo de menos amor de Dios. Cada uno recibe junto con las gracias la misión y la fuerza para llevar a plenitud lo que se le ha encomendado. El talento del evangelio no indica sólo un determinado bien, sino también la ayuda para hacerlo fructificar. Dios no deja de acompañar al hombre ni nos pide nada que esté por encima de nuestras fuerzas. Bien al contrario, no sólo suple lo que falta sino que, con frecuencia, hace que los resultados de nuestras acciones sean desproporcionados. Todos los que ejercen algún apostolado lo saben. Lo mismo las personas que ponen su vida en manos de Dios. Experimentan cómo son sostenidos. Hay esposos que saben que su matrimonio lo ha salvado Dios, sacerdotes y religiosos que no entienden su perseverancia sino por la gracia. Pero para ello, lo que no puede hacerse es esconder los talentos. Si lo hacemos así, podremos tejer alrededor de nuestra decisión una infinidad de justificaciones, pero no habrá ninguna excusa.