Macabeos 1,10-15.41-43.54-57.62-64; Sal 118, 53. 61. 134. 150. 155. 158; san Lucas 18, 35-43

Este pasaje del Evangelio me gusta especialmente. En primer lugar porque el ciego conoce que pasa Jesús porque se lo dicen otros. Él no puede ver, pero otros le prestan sus ojos. Si recorremos nuestro itinerario espiritual descubriremos que en el camino de la fe hemos necesitado de otros que vieran antes que nosotros. A veces pienso en las madres que rezan con sus hijos. También cuando nosotros balbucimos las primeras oraciones fue porque gracias a nuestros padres, o a otros, sabíamos que existía aquel que aún no conocíamos. Supimos de la existencia de Dios y de su Hijo por otros. Después llegamos a hablar con Él y, finalmente, pudimos contemplar su rostro.
Me gusta también porque cuando el ciego grita pidiendo compasión y los demás le piden que se calle él no se achanta. Por el contrario grita más fuerte: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!”. No es un necio y no está dispuesto a dejar una oportunidad tan grande. ¿Cuántas veces nosotros no habremos esperado otra ocasión, esa que decimos propicia, por respetos humanos? Hay que aprender del ciego. Tiene una limitación y por eso grita más fuerte. No le importan los juicios de los demás. Allá ellos. Él quiere estar con Jesús.
Jesús le escucha porque el hombre insiste y manda que se lo traigan. Es precioso, porque Jesús manda a buscarlo. El ciego solo no podía llegar hasta el Señor, como ninguno de nosotros, pero existe la Iglesia que le acerca a los hombres. Y el Señor le pregunta qué quiere. Pregunta nada baladí porque en el fondo es la que Jesús nos hace a todos. ¿Qué quieres de Jesús? Y el ciego pide lo evidente: quiere ver. No se anda con recovecos, va al grano. Él, lo que quiere, es ver. Si en la oración pidiéramos lo evidente no haríamos perder el tiempo (es una forma de hablar) a Dios. Lo mismo vale para la confesión y la dirección espiritual. ¡Qué importante es centrar el problema y abordar los asuntos de frente! Tomar el toro por los cuernos, como se dice habitualmente. Y obtuvo lo que pidió porque su deseo era grande y justo.
Los Padres de la Iglesia ven en la ceguera un signo de las dificultades para creer. Es verdad que, como enseña santo Tomás, mil dificultades no hacen una sola duda. Lo dice refiriéndose a la fe. ¡Pero qué mal se pasa! Cuando no entiendes lo que enseña la Iglesia, o lo que te pide tu Obispo; cuando no sabes cómo has de actuar con tus hijos o comportarte respecto de tu cónyuge; cuando has de tomar una decisión importante y una niebla entorpece tu juicio…, entonces has de pedir al Señor que te ayude a ver.
Este episodio tiene además una singularidad. El ciego no lo es de nacimiento. Pide volver a ver. Si lo comparamos con la fe podemos pensar en aquella luz que teníamos de las cosas de Dios y que, a veces, por nuestro comportamiento moral, por malas lecturas o por simple desidia espiritual hemos perdido. Queda en nosotros una nostalgia pero seguimos retozando en la indecisión y la ambigüedad. De alguna manera, el relato es signo de la pérdida de la gracia. Cuesta volver donde estábamos, en la certeza de que Dios nos ama. Entonces hay que pedir con insistencia: “Señor, que vea otra vez”. Y un pequeño detalle, dice san Juan que a Dios nadie lo ha visto nunca, así que esta oración nunca está de más.