Macabeos 4, 36-37. 52-59; Sal ICro29,10.llabc.lld-12a.12bed; san Lucas 19, 45-48

Jesús expulsa el mercado del Templo. Probablemente al leer las palabras del Evangelio de hoy nos sentimos todos arrebatados por la santa ira del Señor. ¡Cuántas veces no se ha profanado la casa de Dios! La primera lectura nos relata una nueva hazaña de los Macabeos. Han recuperado el altar dedicado a Dios y lo han consagrado de nuevo.
En la historia no faltan ejemplos de personas que han intentado traficar con la religión. Parece, según explican los especialistas, que en tiempos de Jesús la cosa no era tan grave. El único lugar dónde se podían ofrecer sacrificios era el Templo de Jerusalén. Hacia allí afluían judíos de todas partes dispuestos a hacer su ofrenda. Por eso, alrededor del templo, empezó a organizarse un mercado donde comprar las reses para los sacrificios y también cambiar moneda para contribuir con el Templo. Es muy probable que, poco a poco, el mercado fuese ganando espacio al Templo y para muchos llegara a ser más importante que el mismo edificio religioso.
Más allá del hecho concreto hay una profunda enseñanza: con Dios no se mercadea. No hay nada que nosotros podamos darle y por la que, a cambio, podamos esperar una compensación. Ni tenemos derecho a enriquecernos a costa de la religión ni, tampoco, podemos olvidar el don gratuito de Dios.
Cesáreo de Arlés tiene una bella homilía dedicada a la fiesta de la Basílica de san Juan de Letrán, la catedral del Papa. En ella identifica el templo basilical con el corazón del hombre. Dice, por ejemplo: “¿Quieres encontrar limpia la basílica? No ensucies tu alma con el pecado… Tal como tu penetras en esta iglesia Dios quiere entrar en tu alma.” La enseñanza, de alguna manera, es bidireccional. Porque, no cabe duda de que los que quieren al Señor, se preocupan por que la Iglesia está limpia y arreglada. Siempre me han impresionado esas personas, normalmente mujeres, que entregan gran parte de su tiempo en cuidar la casa de Dios. Gracias a ellas a otros nos es más fácil rezar. No sólo porque la casa de Dios está digna, sino también porque en esas personas encontramos un modelo de oración. Cuanto menos dedican tiempo a Dios, y con qué generosidad.
El Templo, dice Jesús, es casa de oración. Es decir, de diálogo con Dios. En un mercado lo importante es la mercadería, más que las personas. Al final hay clientes, vendedores y dinero y género que cambia de manos. Es una relación bastante superficial. En cambio, Jesús, nos ha introducido en la intimidad con Dios. Lo más importante es tratar con Él, cara a cara, como dos amigos. Lo que decía santa Teresa: “para mí la oración es tratar de amistad con aquel que sé que me ama”. No es que ofrecer sacrificios estuviera mal. Al contrario. Incluso los del Antiguo Testamento estaban prescritos por la misma ley mosaica y, por tanto, eran queridos por Dios. De lo que se trata es de que el sacrificio conduzca a una relación auténtica con Dios. No es un fin en sí mismo. Nace del amor y conduce al amor.
Dios quería quedarse con el hombre y, a veces, sólo le llegaba el humo de los animales. Y los que habían ofrecido el sacrificio quizás se iban pensando que ya estaba todo en orden. Pero no habían tratado con Dios. Dedicaron más tiempo a regatear el precio del buey o de los pichones que ofrecían que a hablar con Dios. Cumplían con la religión, pero no ejercían de amigos de Dios.
La Iglesia, de la que era imagen el antiguo Templo, es el lugar donde Dios se encuentra con el hombre y el lugar donde el hombre puede acceder a Dios. ¡Qué bueno poder hablar con Él!