Daniel 1, 1-6. 8-20; Dn 3, 52. 53. 54. 55. 56; san Lucas 21, 1-4

Veo a esa viuda, intentando pasar desapercibida. ¿Quién es ella en medio de todos esos ricos que llenan los cofres del templo a rebosar con sus monedas? Pero lo que es oro para los hombres no es más que quincalla para Dios. El sonido del metal es como esos platillos que aturden de los que habla san Pablo. Monedas sordas en el cielo porque les falta el brillo de la caridad. Pero, reconozcámoslo, si aún no nos hemos endurecido del todo, esa viuda, me la imagino anciana, se nos aparece en los sueños. Pasa por en medio de ellos y nos corroe su presencia. Porque ella ha dado más. No sólo ha dado más que los ricos que estaban en el gazofilacio, sino más que yo. ¡Qué poco pesan mis ofrendas! ¡Ella lo ha dado todo! ¿Y yo? Sí, me he desprendido de algunas cosas. No digo que no me haya costado un poco, al menos, alguna vez. Pero ella lo ha dado todo. Y lo que es peor, Jesús lo ha visto: lo que hacía ella y lo que yo hago. A Dios no podemos despistarlo con juegos malabares. Al final, como decía san Alfonso, somos lo que somos delante de Dios. La impresión que demos a los demás, la imagen que tengan de nosotros, se desvanece ante la mirada del Señor, que ve el interior del hombre.
La viuda, al darlo todo, se ha puesto totalmente en manos de Dios. Nos recuerda lo que hizo Abraham cuando Dios le pidió el sacrificio de Isaac. Decía san Ignacio que si Dios le hubiera pedido lo que más quería, que era la Compañía de Jesús que él había fundado, la tristeza le duraría como un cuarto de hora, pero después seguiría tan tranquilo como antes.
¡Qué gran lección! Todo es de Dios y no podemos regatearle nada. Todo lo que te guardes lo perderás. Pero ojo, no caigamos en sofismas de teologüelo: de si tengo que dar más o dar menos. Lo que el Evangelio nos dice es que hay que poner toda nuestra vida en sus manos. Y, de paso, nos recuerda que no podemos quedarnos tranquilos pensando que hemos hecho mucho por lo que hemos dado; que es otra cosa. Y de eso no se habían enterado los ricos del Evangelio. ¿Al final qué? Muchos ruidos y pocas nueces, como dice el refrán.
El caso es que a la viuda los dos céntimos le rentaron mucho. Jesús, que ve el interior de las personas, nos señaló los réditos eternos de aquella acción. Porque lo había dado todo. Es decir, porque dio con verdadera caridad. Para ella no fue un acto de puro desprendimiento, sino de entrega. De alguna manera en aquellas dos monedas, ínfimas a los ojos de los hombres, se daba toda ella, porque era lo que tenía para vivir. Y, al darlo todo, lo gano todo.
Escribe san Paulino de Nola comentando este pasaje: “Acordémonos de aquella viuda que, olvidándose de sí misma por amor a los pobres, echó todo cuanto tenía para vivir, pensando sólo en el futuro. Ofreció todo lo que tenía para poseer los bienes invisibles”.