Isaías 63, 16b-17. 19b; 64, 2b-7; Sal 79, 2ac y 3b. 15-16. 18-19 ; san Pablo a los Corintios 1,3-9; san Marcos 13,33-37

¡Necesitamos santos!… Sí, éste podría ser un buen titular en la portada de los periódicos de hoy. No se trataría de un reclamo para obtener agentes comerciales de electrodomésticos, ni tampoco se exigiría titulación académica, ni mucho menos experiencia laboral en alguna empresa de prestigio. La única condición es la de estar disponibles para ser amados por Dios… de manera definitiva.

Me impresiona la forma con que Isaías, uno de los grandes profetas del Antiguo Testamento, pide la acción de Dios: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia! Y resulta más impresionante, cuando de lo que se trata es reconocer a Dios como “padre” que ama con ternura a sus hijos, o como “alfarero” que con esmero modela la arcilla de nuestro barro. Sin embargo, nos podemos sorprender aún más cuando descubrimos que ese cielo ha sido rasgado, de una vez para siempre, por el mismo Dios en su Hijo Jesucristo. ¿Para qué?… para que tú y yo lo desgarremos ahora con nuestra santidad. Y no se trata de ningún atrevimiento o desvarío, sino que el mismo san Pablo nos dice en qué consisten nuestras condiciones: “De hecho, no carecéis de ningún don, vosotros que aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo”. Por tanto, contamos con los medios necesarios para llevar a cabo el “único plan” que Dios tiene para cada uno de nosotros: ser santos.

El Adviento, que sería el subtitular de los periódicos de hoy, es el tiempo “fuerte” que la Iglesia nos invita a vivir hasta la llegada de la Navidad. Son cuatro semanas para vivirlas con expectación interior, pues lo que se se avecina no es ninguna tontería: Dios nos va a hablar de “tú a tú”. Ya no es un personaje extraño o distante (lo que, por otra parte, nunca fue), sino que su atrevimiento llega hasta el colmo haciéndose “uno de los nuestros”, pero para asemejarnos (identificarnos) con su propia vida. El mismo Apóstol de los gentiles lo dice con más fuerza: “Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo, Señor nuestro. ¡Y él es fiel!”. Y hablar de fidelidad es usar el lenguaje del amor, porque todo lo que Dios hace pasa siempre por el tamiz de la entrega incondicional de su ser, eternamente misericordioso, eternamente justo.

Podríamos, por otro lado, pensar que todo esto se puede plantear para otra ocasión. Que ahora hay otras cosas más urgentes que hacer, que hay años por delante para cambiar de vida, o ser un poco mejores… Sin embargo, ésta no es la opinión de Jesucristo que nos relata el Evangelio de hoy. Él nos dice: “Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento”. La santidad a la que nos invita el Hijo de Dios, con ocasión de este comienzo del Adviento, es mucho más urgente y apremiante que cualquier otra necesidad o deseo. Es la única forma de alcanzar la dicha y la felicidad que durante tantos años andas buscando. Porque se trata de identificarse con el gozo de Dios mismo, que es el que puede llenar plenamente tu vida.

Y si hay alguna criatura que permanece expectante ante el nacimiento del Hijo de Dios es su propia Madre. Ella, unida al deseo eterno de Dios, te dice con extraordinaria ternura: “Necesitamos santos que sean capaces de rasgar el cielo, y llenar el mundo con el suave olor de Dios”.