Isaías 4, 2-6; Sal 121, 1-2. 4-5. 6-7. 8-9; san Mateo 8, 5-11

Me dijiste, hace unos días, que estabas un poco cansado de las cosas que estabas viendo a tu alrededor, y las que te afectaban personalmente: la situación política de tu país, los contínuos enfados con tu mujer y tus hijos, problemas con los compañeros de trabajo… y eso, sin contar con tus constantes cambios de humor, las pocas ganas de relacionarte con los demás, etc. ¡Vamos! (pensaba en mi interior), todo un cuadro para un especialista médico. Sin embargo, te puedo asegurar que no sólo se trata de ti, hay muchos (incluso gente cercana), que están pasando por una situación semejante. Yo, como no soy médico, no puedo recetarte ningún antisiolítico, pero sí puedo hablarte de lo que sé: Dios está mucho más cerca de ti de lo que te imaginas, y Él sabe de esa medicina que cura los corazones sedientos de afecto verdadero, y sana la desazón que nos pone tristes porque no encontramos una explicación o una respuesta adecuada.

Leía un pasaje del Evangelio que me hizo acordarme de lo que sufres (sobre todo, del sufrimiento que ves en aquellos que más quieres). Un centurión se acerca a Jesús para hacerle una petición: “Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho”. El Señor, que tampoco era médico de cuerpos, no le pregunta por los síntomas o las causas de esa enfermedad, simplemente responde: “Voy yo a curarlo”. A Él sólo le interesan las almas, aquellas (también la tuya y la mía) que han de ser rescatadas para la gloria de Dios, Su Padre. Y si ha de llegar a ese alma por lo que sufre en la carne, Jesús es capaz (con el poder de nuestra fe) de trasgredir todo aquello que denominamos naturaleza (tal vez porque no somos lo suficientemente “listos” para percibir que todo, absolutamente todo, ha salido de las manos amorosas del Creador). No te digo con ello que tengas poca fe, sino que aún no has descubierto en qué consiste el poder de Dios. Tampoco te estoy asegurando que vayas a solucionar tu problema a base de autosugestión o esfuerzo mental, sino que lo que Jesús te propone es otra cosa muy distinta: que confíes plenamente en Él.

Lo extraordinario del pasaje que te comento es la respuesta del romano en cuestión: “Señor, no soy quien para que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano”. ¿No te parece asombroso? Jesús, que es judío, e hijo de judíos, tiene que esperar las palabras de un supuesto pagano para darnos a entender, pregonado a lo largo de los siglos, y recordado en cada Eucaristía, que hay alguien que sí ha entendido en qué consiste el maravilloso don de Dios: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe”. ¡Vaya piropo!, me imagino la cara de los discípulos del Señor ante semejantes palabras. Algunos sonreirían, y otros pondrían algún que otro gesto de jugada de poker. Pero como todos (o casi todos) eran de corazón generoso se alegrarían de lo que Dios es capaz de hacer ante alguien que confía en Él.

No sé lo que habrán ayudado estas letras a tu estado de ánimo, pero ten la absoluta certeza de estas cosas que paso a comentarte. Primero, que no estás solo. Somos muchos los que te queremos y te acompañamos, incluso en la distancia (la oración es capaz de borrar los conceptos de espacio y tiempo). Y, en segundo lugar, Dios te quiere con tanta intensidad que, incluso en cualquier sufrimiento que tengas, por pequeño que sea, Él ya lo ha redimido en el ara de la Cruz de su Hijo. Por eso, uniéndote a Él, también estás ayudando a muchas almas para que vuelvan su rostro al Amor.

No me olvido de recordarte que tienes una Madre, la Virgen, que sabe también de sufrimientos. El suyo, que es especialmente redentor, te ayudará a amarla con una especial intensidad para que sientas en su mirada la fuerza del Amor de Dios que no pasa nunca… y, al fin, te curará con una sonrisa.