Isaías 11, 1-10; Sal 71, 1-2, 7-8. 12-13. 17; san Lucas 10, 21-24

¡Sí!, creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida… ¡Ya me cansan las “pamplinas” de que otros puedan sentirse ofendidos a causa de lo que creo y vivo! ¿Qué es eso de que he de ocultar mi condición de creyente y amante de Dios?… ¿Te atreves a esconder una hermosa puesta de sol, o el brillo de las estrellas en una maravillosa noche despejada? Pues sí, se trata del mismo absurdo. ¡Tengo el pecho a reventar de tanto amor que recibo de mi Dios!… y qué quiero, sino compartirlo contigo y con todos los hombres, mis hermanos, y hermanos en Cristo Jesús, mi Salvador. ¡Desearía desparramar mi corazón por el mundo, abrirlo de par en par, para que todos queden contagiados de tanta dicha y tanto gozo! ¿Me dices que mi alegría es una ofensa para aquellos que sufren?, ¿qué crees, que yo no sufro?… ¡Pues claro que sufro en el cuerpo! (y no descenderé en detalles), pero el amor que recibo es infinitamente superior a lo que pueda ofrecerme la debilidad de la carne. Y mi alma, inexorablemente unida a mi cuerpo, no sólo no desprecia esa limitación, sino que la enaltece hasta transformar este cuerpo en verdadero templo del Espíritu Santo. ¡Venga!, vayamos a las calles, a las oficinas, a los mercados, a los vecinos, a los que nos rodean, y démosles un aire fresco de esperanza y gratitud, pues de eso trata el dar gloria a Dios.

¿No te dan ganas de salir corriendo y pararte en cada persona con la que te encuentres para decirla al oído: “¡Oye!, Él también quiere que seas feliz!”. ¿Te sigo escandalizando por semejante desfachatez?… Pues eso es “na” comparado con lo que Dios te tiene preparado si le eres fiel. Cada uno de nosotros somos una imagen irrepetible de su bondad y misericordia infinitas, y no parará hasta que te “emborraches” de su Amor. Y el peligro de nuestro “aburguesamiento” (creer que nos las sabemos todas, y que nadie nos va a dar lecciones a estas alturas de la vida) es estancarnos en la mediocridad del conformismo. Por eso, cuando se atisba el menor destello de ese fuego que sale del corazón de Dios, ya no caben almas pusilánimes, ni atrincheramientos en la desidia, sino que cada acción, cada palabra y cada pensamiento son un motivo para “verle” a Él, que es en realidad el que ha transformado mi vida.

“Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien”… Y nos dice el evangelista que estas palabras de Jesús las dijo “lleno de la alegría del Espíritu Santo”. ¡Pues, eso!, a estar todos alegres, que es lo que conviene en este tiempo de Adviento, tiempo de esperanza, tiempo de infinita gratitud por lo que se avecina. Y, ¡ojo!, que la alegría de Dios (vuelvo a repetírtelo) no es incompatible con lo que puedas estar sufriendo en estos momentos, o la tristeza que veas en otros. Ten en cuenta que tú y yo somos de los que el Señor habla en el Evangelio de hoy: “¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis!”. Sólo por el perdón que has experimentado en los años de tu vida, hay motivo más que suficiente para ver las maravillas que Dios ha realizado en tu alma. ¡Imagínate, por tanto, a mí, que en la pobreza de mis manos, Dios me ha dado el poder de “traerle” cada día en la Eucaristía!… ¡Es como para volverse loco!… loco de amor, una vez más.

¡Sí!, creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida… y tengo Esperanza, porque le “veo” a Él cada día sobre el altar, y en la incapacidad de corresponder a tanta entrega, me quedo como “bobo”, y le digo: “¡Anda!, auméntame un “poquito” la fe!, que aunque no esté a la altura de las circunstancias, sabes que te quiero”… María, mi Madre la Virgen, me ve llorar en lo hondo de mi corazón, y sale corriendo a mi encuentro, y, secándome las lágrimas, me muestra la “redondez” del que ha de venir, diciéndome: “Tú que eres el mismo Cristo en la tierra, mi hijo querido, haz que los que te vean celebrar cada Eucaristía encuentren el rostro amable del que llevo en las entrañas”… “Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron”.