Isaías 29, 17-24; Sal 26, 1. 4. 13-14; san Mateo 9,27-31

Uno de los dones más preciosos que tenemos es el de la vista. ¿Quién no se ha emocionado ante un mar expléndido al caer la tarde, o esas altas montañas que, repletas de nieve, quedan perfectamente dibujadas bajo un sol radiante? Da la impresión de que Dios nos ha regalado la hermosura de la Naturaleza para que la disfrutemos con los ojos bien abiertos. En definitiva, esas maravillas que contemplamos no son sino las mismas huellas de Dios en el mundo. Hechos a imagen y semejanza del Creador, le prestamos nuestros ojos para que Él también se admire de su obra. Y cuando el alma, agradecida por semejante don, vuelve el rostro a su Señor, sólo le queda glorificarle porque es capaz de ver con los ojos de Dios.

Aquel que ve con la luz de Dios, tal y como nos dice el salmista hoy, no tendrá ningún temor. Porque ese resplandor de lo divino nos hace vivir en la Esperanza, seguros de que nada ni nadie podrá arrebatarnos la seguridad de su presencia. Es algo que podemos renovar todos los días percibiendo, tras la multiplicidad de lo cotidiano, los pasos firmes (y delicados a la vez) de Dios, y que nos lleva a abrazar su voluntad… aunque, en ocasiones se nos presente (el afán de cada día) en forma de cruz… Cruz redentora y Cruz triunfadora. Cruz en donde los amantes de Dios encuentran un lugar donde resposar tras la lucha de una dura jornada.

También Jesucristo atisbaba en la Naturaleza el rostro amoroso de su Padre. Un campo de trigo, unos pastores, un lago, una mujer atareada en el hogar… todo le llevaba a su Padre, transformando cada uno de esos momentos en oración. ¡Cómo sería esa súplica del Hijo de Dios! Ahí sí que podemos descubrir los mismos ojos de Dios que intercedían por el sufrimiento de cada hombre, e imploraban el perdón de nuestros pecados. La humanidad de Cristo es la auténtica imagen de Dios encarnada en el mayor anonadamiento de la Historia. Con esos ojos de Dios, Cristo entraba en aquellos corazones que, hambrientos de verdad, le salían al encuentro para obtener una palabra de aliento, un consuelo, o ser curados en el alma y en el cuerpo.

“Ten compasión de nosotros, hijo de David”. La ceguera física de aquellos dos hombres no les impidió “ver” al Mesías. Piden compasión, como la puedo pedir yo, porque están firmemente convencidos de su curación. ¡Claro que sabemos que Él puede hacerlo! Ningún otro poder de este mundo puede ofrecernos una verdad mayor. Nadie es capaz de salir a mi encuentro, no por lo que tengo, sino por lo que soy (hijo de Su Padre Todopoderoso), y me diga con la autoridad que sólo corresponde a Dios: “Que te suceda conforme a tu fe”. Y esa confianza en su palabra me hará vislumbrar, con los mismos ojos de Dios, hasta qué punto es curada mi enfermedad, que lo proclamaré a los “cuatro vientos” (un granito más en el apostolado que Cristo me encomienda).

Hay también otra mirada, la de Nuestra Madre la Virgen, que nos lleva a Belén. Ése es el camino del Adviento: que nuestras miradas se crucen, dejando de lado tantas palabras inútiles y huecas que no saben de qué justificarse, y se confundan en la contemplación de todo un Dios hecho Niño.