Isaías 40,25-31; Sal 102, 1-2. 3-4. 8 y 10; san Mateo 11,28-30

A veces es bueno quejarse a Dios. Los santos siempre lo han hecho. Si Dios no es un ser distante, si es el Señor de mi vida, entonces no lo puedo tratar como un personaje de protocolo. Decir que Él es algo más íntimo que nosotros mismos, es reconocer quién es el que hace que mi existencia aún permanezca en el mundo. Podemos dar muchas cosas “por supuestas”, y una de ellas es tener a Dios como “alguien” que nos puso en la tierra (sin contar con nuestra opinión), y… después nos dejó a nuestra suerte. Sin embargo, cuando el don más grande que hemos podido obtener ha sido la colaboración de un padre y una madre para ganarme toda una eternidad, sin mérito alguno por mi parte, entonces, si no soy agradecido, no he entendido quién es Dios.

“Mi suerte está oculta al Señor, mi Dios ignora mi causa”. Todo un pueblo de Israel se queja porque se siente abandonado por el Creador. Y esto produce cansancio. Cansan los años, cansan los siglos… y muchos siguen empeñados en recorrer su propio camino, sometidos al agotamiento de sí mismos y de los demás. Cuando en esta situación interpelo a Dios pidiendo una explicación, entonces sé a quién acudo. Y lo normal es obtener una respuesta. Los santos siempre se han quejado. Primero, porque no soportaban sus debilidades, después porque no se consideraban a la altura de las circunstancias, y, por último, porque ansiaban la salvación de muchas almas… También esto genera cansancio.

“El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; no nos trata como merecen nuestro pecados ni nos paga según nuestras culpas”. ¡Cuánto descansaríamos si descubriéramos cuál es el ritmo de Dios! Imagínate, por un momento, que no tuvieras ningún defecto (físico, psíquico…), que todo el mundo te dijera lo bien que haces las cosas, que nunca tuvieras un motivo para quejarte… ¿no crees que todo esto llegaría a ser algo verdaderamente insoportable aquí, en este mundo? Por el contrario, cuando alguien ha alcanzado, a base de esfuerzo y lucha, un objetivo (un trabajo, formar una familia, ayudar a alguien, etc), entonces la recompensa es verdaderamente satisfactoria… aunque haya producido cansancio. El Hijo de Dios también sufrió, se cansó, lloró. Y tuvo un sentido redentor. ¡Esta es la clave para los que tenemos que convivir con nuestras limitaciones mientras vivimos en el mundo! Sólo después que abandonemos esta vida descubriremos hasta qué punto Dios quiso que aprendiéramos a descansar en Él, pues asumió nuestra propia condición… “Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso”.

Con Cristo, aquello que nos hace sufrir, adquiere otra dimensión. Siguen siendo las mismas situaciones y las mismas personas, pero el fin es radicalmente distinto. Cuando nos dice Jesús: “Mi yugo es llevadero y mi carga ligera”, nos está animando para que le hagamos partícipe de todo lo nuestro, y Él lo transformará en divinidad.

La Virgen María, por ser la llena de gracia, fue capaz de “trastocar” el tiempo de Dios (“no ha llegado aún mi hora”, le dijo su Hijo en las bodas de Caná). Y eso no le impidió sufrir hasta el límite (viendo morir a Cristo en la Cruz), pero también alcanzó, para cada uno de nosotros, la razón de nuestro descanso en medio de tanto afán que nos acompaña día a día.