Génesis 3, 9-15. 20; Sal 97, 1. 2-3ab. 3c-4 ; san Pablo a los Efesios 1, 3-6. 11-12; san Lucas 1.26-38

Dios sabe hacer las cosas muy bien. Una de ellas, quizás de las más hermosas, es la fiesta que celebramos hoy: la Inmaculada Concepción. No son sólo los adornos que coronan la hermosura de María lo que hoy festejamos, sino la extraordinaria paradoja divina de que el Hijo de Dios pueda nacer de una virgen. Transcurrieron siglos (quizás demasiados desde nuestra corta contabilidad de las cosas), para que el ser humano fuera capaz de abrir los ojos a la única realidad capaz de “entenderle” tal cual es. Una mujer, Eva, desposada con el primer hombre, Adán, “madre de todos los que viven”, sucumbió ante la más absurda de las tentaciones: “serás como Dios”. Absurda, sí, pero te aconsejo que no te vanaglories de no tener esa misma estupidez… tu vida y la mía esta tejida, mucho más de lo que te imaginas, de pequeñas traiciones que van en el mismo sentido de esa primera “madre biológica”. Eva debió ser una mujer extraordinaria: incluso después de ese pecado original, la Sagrada Escritura nos da a entender que educó a sus hijos en el temor de Dios, y vivió feliz junto a su esposo Adán. Sin embargo, en el capítulo del Génesis que las lecturas de hoy nos invitan a considerar, se nos dice que Dios profetizó al diablo que vendría una nueva Eva que heriría su cabeza cuando él la hubiera herido en el talón. No fue una amenaza sin más, se trataba del anunció del rescate definitivo del hombre para recuperar su condición y su dignidad.

Lo que más asombra en las manifestaciones de Dios es la manera con que “disfruta” dándose a conocer a los que Él llama “sus pequeños”. María, una adolescente nazarena, desde su infancia, intuía que Dios le reservaba para algo. Su disponibilidad era absoluta, y su generosidad estaba entregada totalmente a la voluntad del Altísimo. Es entonces cuando Dios, que reconoce nuestra humildad (nada que ver con la tontería de un ser lleno de complejos), nos transforma en instrumentos más que eficacísimos, extendiendo, allí por donde vamos, el suave “olor” del Espíritu Santo… es el propio poder de Dios el que a la sazón actúa a través de nosotros. No son exageraciones de ningún tipo, es la experiencia de siglos en multitud de cristianos que, habiendo vivido con fidelidad la vocación recibida, se sintieron “prisioneros” del amor de Dios… y no sabían hablar o actuar de otra manera, aunque muchos ni lo notaran ni lo vieran; porque los resultados de Dios son los que calan en el corazón, y no en los aplausos del mundo.

Quizás se trate del mayor piropo dicho a una mujer en la historia de la humanidad: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. Toda la creación anduvo expectante, durante siglos, a la espera de este saludo de Dios. Y en el breve diálogo entre Gabriel y la doncella de Nazaret, mayor expectación se produjo esperando la respuesta de la que se convertiría en la hermosa esposa del Espíritu Santo. Nosotros, sin saberlo aún, también nos encontrábamos en ese lugar. Éramos personajes silenciosos que, formando parte del plan de Dios, estábamos en Su mente esperando con ansiedad que la Inmaculada diera el “sí” definitivo… nos iba la Eternidad en ello. Y a pesar de la timidez que podemos sospechar en los gestos de la Virgen, me atrevo a percibir un sonrojo mayor en el rostro del ángel, pues habría de convertirse en Señora suya y Reina del Universo.

“Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”… Y el Cielo se abrió en sonoros “vivas” porque el Altísismo, en ese preciso momento, concebía en las entrañas purísimas de la Inmaculada Concepción. ¿Y para ti y para mí?… Eva dejaba paso, ya para siempre, y engendrados en el Espíritu, a la Nueva Madre de todos los que viven.