Isaías 61,1-2a.10-11; Lc 1, 46-48. 49-50. 53-54; san Pablo a los Tesalonicenses 5,16-24 ; san Juan 1, 6-8. 19-28

Seguimos esperando con ansia la llegada de Cristo. Con la misma ansiedad con que espero que no me llegue ningún recibo más a la parroquia: estamos en bancarrota. Cuando me pongo delante del Sagrario me doy cuenta de lo que nos preocupa el maldito dinero. Por dinero hay gente que miente, roba, practica la violencia, se vende, e incluso se quita la vida. Dicen que el dinero da la felicidad (o al menos ayuda), pero pienso que a muchos el dinero, en vez de conseguirles la felicidad, se la roba.
“¿Entonces qué?” Esta pregunta que dirigen hoy a Juan Bautista -y no aciertan una los muy torpes-, se la hacen hoy muchos buscando la alegría. Y al igual que Juan bautista va negando una tras otra las preguntas que le hacen, hoy muchos encuentran negativas en sus preguntas sobre la felicidad. Poco a poco, en cada negativa, en cada búsqueda infructuosa de la felicidad, van cayendo por la pendiente del desencanto, hasta llegar a la amargura. Parece que lo que el mundo nos presenta no lleva a la felicidad, no se encuentra en la cuenta corriente (que hasta el nombre tiene vulgar).
“¿Entonces qué?” ¿Dónde buscamos? Las lecturas de hoy nos pueden encaminar en la dirección correcta. “Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios.” Ahí tenemos un hombre feliz, habrá que preguntarle a él por su secreto. Y nos contesta: El Señor “me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor.” Su alegría está en que le han enviado, y a una tarea nada fácil. Cuando ahora tantos pensamos en que la felicidad estaría en hacer lo que nos da la gana, Isaías que afirma estar feliz, nos dice que su secreto es que le han enviado. Está claro. Isaías no se alegra por lo que dicen de él, ni tan siquiera por lo que él mismo pueda creerse que es, ni por lo que tiene. Su alegría no está en tener la cartera llena de euros, ni en tener reputación, ni ciertas habilidades, ni tan siquiera en tener salud. Su alegría está en que el Señor le ha enviado. ¿Qué importará lo que piensen los demás de mí, si el Señor ha decidido enviarme para algo?. La misión no parece sencilla ni agradable, tal vez se lleve algún chasco, pero sabe que quién le dio la misión le da la gracia para cumplirla.
Tú y yo hemos recibido una misión del Señor, cada uno sabrá cuál es la suya: cuidar de tu familia, asistir a un enfermo, trabajar con sentido cristiano, celebrar la Eucaristía,… Dios no te ha puesto en el mundo para ganar dinero, ni para gastarlo. Cuando descubras para qué te quiere Dios -esperemos que ya lo hayas descubierto-, te encontrarás repentinamente con la alegría.
Por eso a San Pablo no le cuesta decir: “Estad siempre alegres.” Para él lo más natural es descubrir qué es lo que Dios quiere de cada cristiano. “Sed constantes en el orar,” pues ahí es donde descubrimos lo que Dios quiere en cada momento. “Dad gracias en toda ocasión,” porque el Señor nos da su misión y su gracia para cumplirla pues “El que os ha llamado es fiel y cumplirá sus promesas.”
Por todo esto tenemos que esperar con ansia al Señor, no con rutina o indiferencia. Cuando venga el Señor, si nos encuentra haciendo lo mandado, nuestra alegría será completa. Ahora, mientras esperamos, nuestra alegría más plena será hacer lo que Dios quiere, no lo que tú quieras. Juan Bautista sabía que no era el Mesías, simplemente era “la voz que grita en el desierto.” Si se creyera el Mesías sería un infeliz y un loco, pues no lo era.
¿Quieres preguntarle a alguien de plena confianza?. Lee despacio el Magníficat, que leemos como salmo responsorial de hoy y repite muchas veces con Santa María: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava..” ¡Y que lleguen todos los recibos del mundo!.