Sofonías 3,1-2.9-13; Sal 33, 2-3. 6-7. 17-18. 19 y 23; san Mateo 21, 28-32

Desde mi parroquia no estoy muy al tanto de las discusiones teológicas actuales, pero he leído algo acerca de que van a sacar un documento negando la existencia del limbo, ese lugar donde irían los niños sin bautizar y vivirían en un estado de felicidad natural, pero sin ver a Dios. Como no pertenece al Dogma no tengo miedo de ser tachado de hereje, pero negar el limbo me parece que es negar lo evidente, no pertenece a las verdades reveladas, sino al sentido común, a observar la realidad con un poquito de atención. Perdón, no es que sea supersticioso y crea que hoy -martes y trece-, me haya equivocado de comentario, es que no me refería al limbo del que habla la teología que para eso “doctores tiene la Iglesia,” sino a su sentido coloquial que como dice el diccionario es “estar distraído y como alelado.” En ese sentido el limbo no solo existe, sino que está a rebosar.
Hoy el Señor en el Evangelio nos cuenta esa parábola de los dos hijos que tenían que ir a la viña a trabajar, el que dijo: “No voy,” fue y el que con la boca afirmó que iría, se quedó jugando con la “Play.” ¡Cuantas veces hacemos como el segundo hijo, adoramos a Dios con los labios, pero no con el corazón ni con nuestra propia vida!. ¿Por qué ocurre esto? Porque estamos en el limbo, distraídos y, con perdón, alelados. Estamos diciendo día tras día: ¡Ven Señor Jesús!, pero qué lejos estamos de desearlo muchas veces. Vivimos distraídos de Dios. Hagamos caso al Señor y recapacitemos, ¿qué tenemos más importante que hacer que servir a nuestro Dios?. “Pero es que usted no sabe la vida que yo llevo,” tal vez me respondas. Gracias a Dios no lo sé, pero Él si lo sabe y, ¿serás capaz de decirle que no puedes vivir como un cristiano?.
Pueden parecer exageraciones, aquí, el que escribe, es el primero en pensar: “no te pases, que estás apretando mucho.” Pero estoy convencido que los que cada día leemos y escribimos estos comentarios estamos decididos a ser santos. No queremos estar en el limbo, en una fe gris, fofa, sin contenido ni repercusión en nuestra vida. Estoy seguro que ya nos conocemos bien y palpamos nuestro pecado y lo llamamos por su nombre. No hay nada más triste que aquel que quiere negar su falta de entrega a Dios y lo llama “costumbre,” “debilidad” o “así soy yo.” No, el pecado no admite maquillaje, se convierte en un payaso. Si lo reconocemos podremos ponerlo delante del Señor y Él nos dirá: “Aquel día no te avergonzarás de las obras con que me ofendiste, porque arrancaré de tu interior tus soberbias bravatas, y no volverás a gloriarte sobre mi monte santo. Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor. El resto de Israel no cometerá maldades, ni dirá mentiras, ni se hallará en su boca una lengua embustera; pastarán y se tenderán sin sobresaltos.”
El que está en el limbo no reconoce su pecado, piensa -y presume de ello-, que siempre está diciendo: “Voy, Señor” pero nunca termina de ir. Acaba agotado de las exigencias de la fe, y eso que procura no cumplirlas. Tu y yo nos conocemos, sabemos que una y mil veces hemos dicho que no al Señor, pero al final hemos recurrido a su misericordia, hemos confesado nuestro pecado y podemos ofrecerle al Señor nuestra pobreza y humildad. En la verdad de tu vida encuentras entonces la paz y la felicidad, sin “sobresaltos.”
En el limbo seguro que no encontramos a nuestra Madre la Virgen María, búscala y ella te mostrará el camino del cielo. Ahora si podemos decir de corazón: “Ven, Señor Jesús.” Ah, se me olvidaba, os pido una oración por una criaturilla que está aún en el seno de su madre.