Samuel 7,1-5.8b-12.14a.16; Sal 88, 2-3. 4-5. 27 y 29 ; san Pablo a los Romanos 16, 25-27; san Lucas 1,26-38

Acabo de bautizar a dos criaturitas y ya son hijos de Dios. Gracias a Dios la eficacia del bautismo no depende de la actitud de los padres. Al padre de uno de los niños le ha sonado el teléfono móvil en mitad de la ceremonia y se ha puesto a explicarle a otro cómo llegar hasta la parroquia, entre otras cosas, mientras paseaba arriba y abajo del templo. No contento con eso al terminar se lo ha pasado al padrino para que de recuerdos a su interlocutor. A pesar de parecer un bautizo patrocinado por Movistar, se ha podido terminar el ritual y ofrecer a los chiquillos bajo la protección de la Virgen.
Parece que la “revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora en los escritos proféticos” ha perdido su interés. Es difícil que, aunque estemos en una ceremonia en la que se manifiesta el poder y el amor de Dios a los hombres, nos resistamos a mirar quién nos llama por el teléfono. Es como si hubiésemos perdido la curiosidad por conocer los secretos de Dios y, por lo tanto, perdemos el interés por sus llamadas o, al menos, nos cueste reconocerlas.
Si nos diésemos cuenta de que Cristo es la respuesta a todas las preguntas profundas del corazón humano, a todos los anhelos y esperanzas de la humanidad, buscaríamos estar con Él, profundizar y conocer su palabra, vivir su vida. Pero no, parece que, como el rey David, nos hemos puesto por encima de Dios y como no le comprendemos creemos que tenemos que dar cosas a Dios y no nos damos cuenta de que todo lo hemos recibido. David creía que su casa era mejor que la de Dios, ¡qué presunción!. Nosotros creemos que nuestra forma de entender a Dios es mejor que la que Dios tiene de entendernos a nosotros. ¡Qué vanagloria!.
Como colofón a estos domingos de Adviento escuchamos el relato de la anunciación a María. Ese sí que es el secreto de Dios. Lo débil se hace fuerte, lo necio se hace sabio, la palabra se queda muda y los humildes y piadosos son ensalzados. En el silencio de Nazaret el susurro de la conversación de María y el ángel Gabriel se convertirán en un grito a toda la humanidad, a toda la creación que, expectante, está esperando la salvación. Ese sí que es un secreto en el que deberíamos profundizar, al que podríamos dedicar nuestra vida entera y aún nos faltaría tiempo. Este sí que es el secreto del Adviento: en donde menos se esperaba, en quien menos se podría pensar, el Señor ha tomado la iniciativa y decide irrumpir en la vida de los hombres. ¿Cuándo y dónde vendrá el Señor? Cuando quiera, donde quiera y como quiera. Lo hizo así y lo hará así en su segunda venida.
Junto con María hoy decimos: “Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.” No nos dejemos despistar en estos últimos días del Adviento por otras llamadas que no sean las de Dios. Si no nos centramos en el Señor estaremos sordos a las inspiraciones del Espíritu Santo y dejaremos pasar la oportunidad de contestar que sí al Señor, perdiendo la vida para recuperarla. Dejaremos escapar la alegría de la Navidad y nos quedaremos como mucho con la sonrisa del vino. Con María descubriremos lo patente que es la actuación de Dios en el mundo y, aunque muchos anden despistados, nosotros sí podremos “cantar eternamente las misericordias del Señor, anunciar su fidelidad por todas las edades”,