Cantar de los cantares 2, 8-14; Sal 32, 2-3. 11-12. 20-21 ; san Lucas 1, 39-45

Tengo que escribir estos comentarios con algunos días de anticipación por dos motivos principales: el primero porque espero que la operación en mi oído vaya bien, pero siempre puede haber alguna complicación, y el segundo motivo para que no le de un infarto al coordinador de estos comentarios, que vive sin vivir en él. Pero bueno, espero que hoy miércoles ya pueda escuchar perfectamente. Es curioso cómo se va perdiendo el oído y se acostumbra uno a no escuchar. Por el lado izquierdo oigo ahora continuamente un pequeño zumbido y casi no escucho nada. En la vida espiritual nos puede pasar lo mismo, ir generando, poco a poco, casi imperceptiblemente, una sordera para las cosas de Dios. A veces esperamos que Dios nos grite, pero nuestro Señor no suele levantar la voz.
“¡Oíd, que llega mi amado, saltando sobre los montes, brincando por los collados!” Tenemos que afinar el oído para escuchar a Dios que llega. El Cantar de los Cantares que escuchamos hoy es un canto al amor de Dios por el hombre, y los enamorados no se comunican a gritos, habitualmente lo hacen en susurros. Entre tanto villancico, comida de empresa e ir a casa de la suegra, podemos generar tanto ruido que nos deje sordos para escuchar al que realmente importa. Si no prestamos atención podemos dejar de escuchar al Señor que nos dice: ”¡Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a mí! Paloma mía, que anidas en los huecos de la peña, en las grietas del barranco, déjame ver tu figura, déjame escuchar tu voz, porque es muy dulce tu voz, y es hermosa tu figura.”
“Mirad: se ha parado detrás de la tapia, atisba por las ventanas, mira por las celosías.” El Señor nos busca ansiosamente. Qué estupendo es saber que Dios está prendado de los hombres, que nos quiere tanto. Y tenemos que aprender a escuchar al Amado, podemos escuchar su voz y alegrarnos con nuestro Dios. Estos días no debemos gastar mucho en palabras para la oración, todo lo contrario. Estos días la oración es escuchar a Dios, estar atento a su palabra, contemplarle oculto en las entrañas de María y, como Juan Bautista en el seno de Isabel, saltar de alegría en su presencia.
A veces podemos hacernos los sordos delante de Dios, no querer escucharle temiendo que nos exija demasiado. Pero tenemos que saber que si no escuchamos la voz de Dios, no encontraremos jamás el Amor. A veces nos hemos podido acostumbrar a orar, existen incluso manuales, técnicas y “talleres” para aprender a orar. Están bien, pero a veces hay que dejar de lado todos esos “conocimientos,” dejar de flirtear con Dios y abandonarnos en sus brazos. Preguntarnos como Isabel “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?” ¿Quién soy yo para dirigirme directamente a mi Dios? Y asombrarnos de nuestra oración.
La Virgen María nos acompaña siempre, corre a nuestro encuentro, pero especialmente en estos días finales del Adviento. Saber que la Virgen nos acompaña es saber que estamos cerca, muy cerca, del Salvador, y eso nos llena de alegría. Hay que hacer un buen acopio de verdadera alegría para estos días en que hay tanta alegría superficial. Tenemos que hacer un verdadero “almacén” de oración, tenemos que afinar el oído para escuchar la voz del Amado.